Corre entre los policías la especie de que no hay nada más peligroso en su profesión que acercarse a los casos en los que el PP anda inmerso. Ya se ha perdido la cuenta de todos los cadáveres profesionales que se ha cobrado el caso Gurtel: las bajas se acumulan y no hay piedad, no se hacen prisioneros. Sólo hay un destino posible y todos empiezan a separarse de los afectados: en cuanto les asignan la investigación del caso, el silencio les rodea y las miradas rehuyen: ya no hay amigos, sólo el negro futuro que todos conocen.
Vivimos inmersos en una marea de desconfianza y corrupción de la que nada escapa. Ya nadie confía en nada que tenga que ver con la cosa pública y los ciudadanos de a pie hemos perdido la fe, la confianza y, lo que es más grave, la esperanza de que haya un mañana limpio de toda esta porquería que amenaza con sofocarnos a todo en sus hediondos miasmas.
Este país está podrido y la gangrena amenaza las cercanas zonas vitales. Los corruptos nos han ganado la partida por la mano y ya no hay nada que hacer salvo esperar la muerte que traiga una lejana resurrección gracias a los cuidados de otros, de aquellos que, hartos de darnos dinero, consigan que nos gobiernen los alemanes, los finlandeses o los letones y que se prohiba, tajantemente, que ningún español se acerque a la gestión pública. En ese lejano e incierto futuro reside la esperanza. Mal pronóstico.
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