¡No se va! ¡No nos deja tranquilos!
La sombra de Rouco es tan pesada como sus pétreos discursos y plúmbeas homilías, tan pesada que acepta honores concedidos por Madrid, la misma ciudad quid ha sufrido sus misas, sus injerencias infames en la política; la misma ciudad desde la que ha lanzado sus discursos integristas retrógrados y homófonos.
Rouco sabe que está frito y marginado, que la jerarquía le repudia pero su su estado de "no muerto" le permite seguir molestando y reivindicando que sólo él, el preclaro e iluminado pastor, tiene razón. Que sus ovejas estén hartas, que ya no se traguen su doctrina estomagante, no cuenta: él es el designado y su verdad se impondrá.
Este personaje ha hecho mucho daño, ha sembrado discordia, repudia y castigo, culpa y dolor y eso no es digno de galardón alguno; eso sólo se merece el olvido, la repulsa y el silencio de una historia que, algún día, hablará claramente de su verdadera motivación: el odio a cualquier forma de alegría, concordia, paz y armonía. Un personaje odioso y siniestro que sólo quiso poder para castigar, odia, separar y castigar.
¡Vaya al carajo de una vez, joder!
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