Una importación afortunada
Leo que la Iglesia católica desconfía y recela de la fiesta de Halloween y lo que eso implica para el declive de esa funesta tradición de muerte, culpa, destrucción y desamparo. El año pasado hablaba del origen celta, de la noche en la que los dos mundos se acercan y comunican, pero hoy me apetece hablar de los niños de estos años y el regalo que se han encontrado.
El día de difuntos de cuando yo era niño se reducía a la visita al cementerio, costumbre jamás practicada por nadie de mi familia, afortunadamente. Eso y poco más, quitando los huesos de santo y los buñuelos que estaban, y afortunadamente siguen estando, buenísimos.
Ese panorama antiguo y olvidado se ha trastocado por una noche de absoluta juerga, disfraces, transgresiones, dulces, a destajo y exaltación de la alegría en contraposición a la idea de la muerte y la reflexión oscura.
¿A alguien le extraña que la fiesta triunfe sobre el duelo?
Por supuesto que la lógica se impone y si acaso, miraremos a los niños con cierta envidia cuando los veamos andando pro al calle con sus bolsas llenas de caramelos, chuches, chocolates y alegría, esa que tan bien sienta y que algunos se empeñan en amputar de sus vidas, como si lo que les espera no fuera suficiente.
Propiciemos la alegría y ya sabéis: por el empacho hacia la juerga.
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