Este es el rumbo que toma un problema cuando nadie sabe cómo resolverlo. Y seguimos igual.
Se van cumpliendo los aniversarios, pasan los años y llega
la lenta justicia a determinar culpables del desastre, pero ese desastre
permanece, eterno, en la amenaza que pasa frente a las costas cada día, sin
faltar uno. El desastre del Prestige no
es sólo el daño en las costas, los fondos y los cuerpos de los afectados, no:
el desastre del Prestige permanece agazapado en la cobardía y en la falta de previsión
de los que toman las decisiones.
Nadie, de entre todos los responsables que intervinieron en
aquella macabra danza de derrotas y rumbos absurdos, ha reconocido el error;
nadie ha salido con un discurso creíble en el que, de forma inequívoca, se
admita la pifia y lo que es peor: nadie ha tomado medidas para que nadie pueda
volver a tomar medidas tan absurdas.
De la tragedia del Prestige debería haber nacido un
protocolo de actuación en casos semejantes que evitara, nuevamente, un error
por cobardía. Debería haber un documento de buenas prácticas que nadie pudiera
eludir y en el que todos pudieran buscar refugio y amparo a su cobardía
política.
Si el caso se repitiera, no me caba duda de que todos harían
cosas semejantes antes de mandar el barco a anegar en mierda un trozo de costa
lleno de votantes.
¿A que si?
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