Hace meses que una inquietud anida en esa parte del alma que
no quiere acabar de dormirse y ceder a la inevitable domesticación que arrastra
la edad: andar sin límite, andar de sol a sol midiendo el mundo con mis pasos.
Sé que nunca lo haré y que será una de las cosas que engorden la mochila de lo
que nunca hice o haré, pero pocas cosas hay que más me apetezcan que ver
cambiar el paisaje según la constante secuencia de mis pasos.
Me apetece el esfuerzo de las cumbres; el dulce pasar de los
caminos que transcurren a la orilla del
mar allí donde el cemento no ha vencido; me apetece rendir el día con mi
cansancio y esperar la noche seguro de que el esfuerzo ha rendido la jornada
cumplidamente. Y me apetece el paquete completo del cansancio, el frío, la
lluvia y el calor; me apetece sentir todo aquello que durante años no he
sentido tal y como es cabal sentirlo.
Nuestras vidas transcurren en asépticas mazmorras de
ambiente controlado sin saber lo que pasa en la naturaleza al ritmo que la
naturaleza vive. Andar, simplemente andar siguiendo una senda de la que no se
conoce destino ni final y llegar allí donde sea normal llegar tras cumplir la
ruta que empezamos sin meta alguna.
Me atraen cimas y llanos, mares y pantanos, bosques y estepas
más o menos por igual y me gustaría que algún día, y quedan años, pudiera andar
caminos escribiendo la novela que mis pies escriban por los caminos que ahora
sueño y que con suerte me esperan para enseñarme la verdadera medida del mundo
cuando el mundo se mide en el tiempo y en el esfuerzo de los pasos del hombre.
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