La relación del español con el poder, con la Administración o el Estado, es, más que curiosa, de enfrentamiento puro y duro. Cuando el español piensa en el estado piensa en un ente abstracto en el que no participa de ninguna manera, del que nunca parte nada bueno y del que hay que aprovecharse todo lo que se pueda. Cuando en los primeros pasos de la democracia hubo que enseñar al ciudadano a pagar impuestos, se recurrió al slogan de Hacienda somos todos, pues lo primero y más importante era conseguir que el ciudadano se sintiera incluido en el estado.
En las últimas semanas estamos asistiendo a una serie de debates que plantean la conveniencia de prohibir o no prohibir determinadas cosas, conformando dos bandos –otra vez –que se posicionan a favor o en contra de las últimas medidas.
En primer lugar, me gustaría dejar claro que creo, con toda sinceridad y humildad, que lo que nos molesta a los españoles no es la generación de una ley, norma o reglamento: con lo que no tragamos es con la obligación de cumplirla. Desde siempre, las leyes españolas eran “para los otros” nunca para mi. Con esa actitud se entablaba el diálogo con al guardia civil y cuando el agente nos sancionaba y nos colocaba en el lugar que nosotros siempre asignamos a “los otros”, estallaba la indignación bajo la fórmula “Vd. no sabe con quién esta hablando”. Es decir: Vd. no sabe que yo pertenezco a los que viven al margen de la norma. España es – según los expertos en leyes – uno delos países con más legislación sobre cualquier cosa del mundo, y uno en los que menos se cumplen las leyes, reflejo tanto de la actitud del que gobierna tranquilo gracias al “yo ya lo he dicho” como del gobernado: “esto es para los demás, no para mi”.
Esta forma de entender la gobernanza llega hasta extremos vergonzosos, como cuando un ex-presidente de gobierno reivindica su derecho de ir a 200 con el coche, borracho como un piojo y nos asegura que ya sabrá él lo que le conviene hacer o no hacer, que en eso, como en todo lo que concierne a su propia vida y voluntad, la autoridad no tiene nada que decir.
La polémica de estos días se ha montado con los toros y se ha enarbolado la bandera de la propia libertad de elección para ir o no ir a las corridas como fundamento central del rechazo a la ley. Creo, otra vez con toda humildad, que eso es equivocar el plano en el que se dirime la cuestión, pues en esa reivindicada libertad no se tiene en cuenta que la acción positiva, ir a ver las corridas, implica de forma indubitable que unos animales van a sufrir un tratamiento verdaderamente cruel. Para mí, la clave está en ese pequeño detalle que justifica, no ya la acción negativa, prohibición, sino la acción positiva bajo la fórmula de la protección de los animales y el impedir que haya diversión asociada a su sufrimiento. En esa idea entran las cabras que se lanzan desde los campanarios; los gallos colgados de una cuerda esperando ser decapitados; las peleas de perros y gallos y tantas otras lindezas que la dureza de nuestras costumbres ha ido dando por asentadas en nuestras vidas.
En cuanto a las restricciones y normativas sobre el tráfico, debemos entender que no hay más remedio que reconocer la eficacia de las mismas a la hora de bajar el número de accidentes. España ha venido pagando una factura de sangre imposible de mantener. Han sido años de más de cinco mil muertos, innumerables heridos severos, discapacitados con tetraplejias y hemiplejias y entornos familiares destrozados por culpa de excesos; bien en la velocidad, en el consumo de alcohol o por distracciones muy dañinas al volante. En cuanto al tabaco, más de lo mismo aunque con un matiz: si es tan malo y dañino, a por todas: se cataloga como droga -que lo es - y se prohibe su venta. Punto y nada de hacer el hipócrita recibiendo impuestos pero fastidiando al consumidor que, no se olvide nunca, no es libre de decidir fumar o no fumar: ya está enganchado y no tiene libertad para fumar o no fumar. (Y lo digo yo, que me he librado temporalmente, pero que me reconozco enganhado)
España debe acostumbrarse al imperio de la ley como norma básica y no es lógico, o por lo menos a mi no me lo parece, que cuando un parlamento, órgano de representación popular del que emana la legitimidad de las normas generadas, publica una ley que a otro estamento de la administración no le gusta, se permita el lujo de no considerarse estado y torpedearla. Por ejemplo, la Ley de Dependencia y la Comunidad de Madrid.
Por último, no nos olvidemos que los sectores más recalcitrantes en defensa de esas libertades individales, son los que niegan, d eplano, cualquier palneamiento sobre el derecho a decidir momentos y ccunstancias de la propia muerte, la eutansia y el aborto. Y e elaborto todavía se puede discutir si hay un segundo en el baile, pero en la capaidd de decidir cundo y como morir, no creo qu nadie tenga nada que ecir alv el propio interesado, vamos.
Las leyes regulan, bien llevando la cosa al terreno de las acciones positivas o bien en el de las acciones punitivas, pero siempre, siempre, las leyes restringen, delimitan y marcan terrenos y comportamientos que hacen que los movimientos de todos y cada de nosotros no entren en conflicto con los movimientos del resto; se considere el plano que se quiera: personal, jurídico, mercantil o cultural.
El mayo del 68 acuñó la frase famosa de “PROHIBIDO PROHIBIR” definiendo, más que un deseo, una forma de convivencia utópica y libertaria que no pasó nunca de un estado de proto-deseo para convertirse en teoría política. Ante ese slogan, reivindico otro más antiguo y más completo que pide “una sociedad de hombres justos que no precisan de la justicia”. Como sueño, mucho más completo, racional y solidario: la justicia interiorizada por todos para hacer superfluos los organismos judiciales. Ahí queda eso.