La plaza de Cabestreros en Lavapiés, cúmulo de engendros que ilustran el manual de cómo detrozar una ciudad.
Hubo un tiempo en el que los arquitectos debieron soñar con cumplir una función social y crear espacios en los que el ser humano desarrollara todo su potencial en un ambiente adecuado para su vida. Los arquitectos han sido una clase definida, casi una casta sacerdotal que ha gozado, y goza, de toda clase de privilegios y protecciones colegidas, desarrollando un corporativismo cerrado, hermético y lleno de sentimientos de superioridad muy definidos.
Los arquitectos llevan años desarrollando teorías que nada tienen que ver con la realidad de sus obras, verdaderos engendros que se han dedicado a la mayor gloria y loa del propio ego del autor o a hacer caja a costa de la estética, la armonía de los espacios comunes, el urbanismo más elemental y especialmente, del sentido común.
Los años de expansión económica que hemos vivido –hasta el explotido de la crisis – han dejado España llena de engendros que ni funcionan, ni se ajustan al propósito para el que fueron creados y que sólo han servido para que sus autores se llenen de fatuo orgullo. Calatrava deja en Valencia una postal preciosa que no funciona ni a la de tres: estructuras que fallan, que han multiplicado por 10 los costes previstos y que además, cuestan un congo de mantener. La Ciudad de la Justicia de Madrid se ha parado –tras un gasto promocional infame –porque se han dado cuenta, menos mal que antes de empezar, de que el proyecto no es viable; es sólo un sueño de megalómanos nuevos ricos, horteras sin gusto y gestores sin norte, pero los arquitectos habían firmado proyectos, habían prometido a los amos que los costes serían los que ellos necesitaban y que su gloria perduraría por los siglos de los siglos amén.
En cuanto a las pequeñas obras, a esas casas que en su conjunto conforman nuestros espacios urbanos, basta un paseo por los cascos históricos y zonas “sensibles” donde nuestra necesidad de armonía y conjunción estética es más alta, para darse cuenta de que las penas de cárcel son insuficientes para castigar tanta vulgaridad, tanta falta de gusto y tanta mala idea; única explicación para que se hayan construido semejantes engendros.
Eso si: la casta se sigue reivindicando como clase superior y depositaria de las esencias del buen gusto y de una ciencia que les garantiza la impunidad para pontificar como si los demás, los normalitos, fuéramos poco menos que gilipollas. Vayan Vds. al carajo, chapuzas.
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