De vez en cuando la vida nos empuja con fuerza y nos distorsiona los ritmos, los plazos y la percepción de la realidad se difumina perdiendo el foco y confundiendo la perspectiva. Son momentos que tienen, como casi todo, su parte positiva y su parte negativa; momentos de los que podemos disfrutar o con los que podemos sufrir, pero siempre a toda prisa.
Cuando mi vida atraviesa uno de esos periodos -casi permanentes, como en la vida de casi todos hoy en día- busco la compañía de esos viejos, sabios y hermosos amigos que habitan las cercanías de mi casa. Como buenos consejeros, escuchan mucho más de lo que hablan y comprenden la importancia de estar atentos a lo que el silencio cuenta.
Me conocen desde hace muchos años y a algunos los he visto hacerse sabios al ritmo que enseñan las escarchas y los vientos de la zona. A algunos los he visto morir por la estupidez y el descuido del ser humano y aún en la muerte permanecer bellos y entregados a la tarea de seguir dando vida y sustento a las nuevas vidas del terreno.
Me han enseñado a soportar el invierno como los fresnos soportan la larga ausencia de sus hojas y esperan, calmados, la llegada de las señales cabalgando la nueva luz de cada primavera. Los enebros me han mostrado su fuerza y las encinas la poderosa generosidad de su abundancia en el otoño, justo cuando parece que la vida escapa de nuestro mundo.
Cada día doy gracias por saber que están cercanos y atentos a lo que pasa en mi vida para arreglar aquello que la semana rompe. Son mis vecinos, mis queridos vecinos viejos, sabios y hermosos.
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