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jueves, 3 de enero de 2013

Sendas soñadas




Hace meses que una inquietud anida en esa parte del alma que no quiere acabar de dormirse y ceder a la inevitable domesticación que arrastra la edad: andar sin límite, andar de sol a sol midiendo el mundo con mis pasos. Sé que nunca lo haré y que será una de las cosas que engorden la mochila de lo que nunca hice o haré, pero pocas cosas hay que más me apetezcan que ver cambiar el paisaje según la constante secuencia de mis pasos.
Me apetece el esfuerzo de las cumbres; el dulce pasar de los caminos que transcurren  a la orilla del mar allí donde el cemento no ha vencido; me apetece rendir el día con mi cansancio y esperar la noche seguro de que el esfuerzo ha rendido la jornada cumplidamente. Y me apetece el paquete completo del cansancio, el frío, la lluvia y el calor; me apetece sentir todo aquello que durante años no he sentido tal y como es cabal sentirlo.
Nuestras vidas transcurren en asépticas mazmorras de ambiente controlado sin saber lo que pasa en la naturaleza al ritmo que la naturaleza vive. Andar, simplemente andar siguiendo una senda de la que no se conoce destino ni final y llegar allí donde sea normal llegar tras cumplir la ruta que empezamos sin meta alguna.
Me atraen cimas y llanos, mares y pantanos, bosques y estepas más o menos por igual y me gustaría que algún día, y quedan años, pudiera andar caminos escribiendo la novela que mis pies escriban por los caminos que ahora sueño y que con suerte me esperan para enseñarme la verdadera medida del mundo cuando el mundo se mide en el tiempo y en el esfuerzo de los pasos del hombre.

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