Leo El Capellán del Diablo, de Richard Dawkins y su lectura me hace pensar, otra vez, en la magia cotidiana de la palabra escrita y en la posibilidad de que nuestro pensamiento trascienda el tiempo de nuestra propia vida para servir como plataforma y base de otros conocimientos. Dawkins apunta a la maravilla del método científico, a su permanente capacidad de adaptación y evolución de conformidad con los nuevos datos conocidos, pero a mi me gustaría añadir que esa maravillosa herramienta cuenta, además, con un “estuche” cuyo potencial hace pensar en la magia: la escritura, la capacidad de fijar en el tiempo un pensamiento concreto sobre el que alguien, años más tarde, puede volver a pensar y utilizar como parte de una larga cadena de conocimiento.
La escritura es placer y es, además, depósito de conocimiento y eso nos ha permitido, dadas las circunstancias adecuadas de libertad de pensamiento y creación, volar alto tras dejar atrás el peso de la religión y de la política casi feudalista imperante hasta el sigo XVIII. Cuando el intelecto humano es plenamente libre y capaz de seguir las inferencias que le llegan de la experimentación y de los datos, las consecuencias son espectaculares y los avances posibles, inmensos. Otra cosa es que seamos capaces de conseguir aplicaciones éticas y responsables, que la experiencia nos dice que esa asignatura la tenemos olvidada desde el primer suspenso ocurrido en el paleolítico.
La libertad de pensamiento es una victoria que parte del individuo, necesitado de reconocerse a si mismo como libre y de aceptar las consecuencias de esa libertad. No basta con recibir el mensaje exterior, no: hay que seguir ese mensaje y afrontar las consecuencias internas hasta el final. Un ejemplo claro de esa lucha es la que nos ofrece el viaje intelectual de C.Darwin hasta aceptar el hecho de que la realidad de sus observaciones, geniales, le obligaba a construir un camino absolutamente alejado de la religión. Aceptar, al fin, la necesidad de recorrerlo con honradez, me parece un ejemplo de honestidad intelectual que muchos no son capaces de imitar por el miedo que da perder la seguridad ofrecida por la religión.
La ciencia, hoy, nos coloca de forma mayoritaria ante lo desconocido y nos demuestra que debemos aceptar el hecho de la ignorancia con honradez y con coherencia, pero sin miedo. Reconocer lo que no se sabe es el primer paso para investigar, preguntar y avanzar por el lento camino del método científico, juez implacable que si algo nos demuestra es la necesidad de aceptar la validez de lo probado por encima de lo pensado.
Y en esa capacidad de autocorrección, en esa obligación de honestidad ante el fracaso de nuestras convicciones, radica su verdadero potencial y su exigencia. En contra de esa corriente “mágica” que afirma conocerlo todo según el testimonio de un dios inventado, se encuentra, modesta, la ciencia y su conciencia, esa que le obliga a reconocer que “con los datos de los que ahora se dispone, la hipótesis que mejor explica las observaciones realizadas es...” y si mañana los datos y las observaciones cambian, los mismos que dedicaron su vida probar una idea, se levantarán para aplaudir el trabajo de aquellos que les demostraron su error.
Y en esa unión entre la magia de la palabra escrita y su permanencia y la plasticidad de un método en permanente revisión de las hipótesis, se asienta, con solidez, un futuro de conocimiento apasionante que si algo malo tiene es que me llegará tarde, cuando yo mismo forme parte de ese polvo de estrellas al que se refería C.Sagan como último y apasionante destino.
Mejor eso que el aburrimiento de la vida eterna, que me sigue pareciendo una venganza más que una recompensa, la verdad.