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miércoles, 1 de junio de 2011

S.P.Q.R.

Un viejo rincón perdido de una Roma siempre nueva.

Senatus Populus que Romanus, denominación cuasi sagrada que hizo, de un simple campamento militar insalubre, el centro del universo mundo. Cuatro días en Roma para encontrar rincones nuevos y piedras viejas llenas de historias; palacios de los que parecen escapar las almas de los que habitaron sus estancias hace siglos; Giordano Bruno encarando la hoguera en la que arde, todavía, más que su cuerpo su pasión entera.
Roma es inabordable, es inmensa en su desastre y dejadez, en su caos esplendoroso y en su belleza milenaria. Roma es tanto la Villa Borghese y el palacio de Farnesio como el Trastévere y sus calles atestadas de ganas de vivir y gente buscando la noche para bebérsela a tragos. Roma también es Iglesia y su presencia se desparrama por todas partes hasta llevarnos al Vaticano, cuya mole se impone al espíritu del viajero para recordarle que, bajo su sombra, nadie es libre; ni tan siquiera Dios es libre de mostrarse humano, accesible y cordial: todo está reglado, todo es solemne, todo es artificial e impuesto. El negocio es el negocio.
Pero Roma también es taller, y mimo, y cuidado con las cosas de siempre, con ese cuero que pude olerse desde la calle o ese papel que nos recuerda, en plena era de internet, que sigue habiendo una escritura pausada y amante del sonido de la pluma sobre el papel; que las palabras de amor, que las poesías tienen más vida y vuelan más lejos si salen de un sobre cerrado en el que han viajado en busca de la persona amada.
Roma es vida y la vida gasta y envejece, pero Roma permanece joven como el recuerdo que nosotros mismos atesoramos para que el tiempo no le alcance jamás. Roma ofrece espacios para sentirse grande o saberse pequeño ante el poder; para ser libre o ser esclavo; pobre o rico, feliz y desgraciado, todo junto en la distancia que recorren media docena de pasos mal contados.
Roma es nosotros y nosotros somos Roma; vidas enlazadas que no se explican la una sin la otra: ni ella tendría nuestro amor sin el recuerdo de su historia, ni nosotros la amaríamos sin reconocernos en sus gentes. Roma nos creó desde nuestras raíces salvajes y nos hizo entender el mundo y la vida a su manera, lo queramos reconocer o no, que eso a ella le da igual. Nuestras vidas reconocen sus orígenes en esas piedras gastadas y en ese pavimento levantado; en las fachadas vencidas y en la capacidad de levantarse cuando ya nadie cree en nosotros; ni siquiera nuestros huesos.
Vuelvo de Roma sabiendo que mis raíces medran allí sin cuidado pero sin miedo; que aquellas viejas piedras de la Vía Sacra que tanto me emocionan esperan, cualquier día, desgastarse un poco más bajo mis pasos. Roma espera mi vuelta para enseñarme, como siempre, vidas nuevas que me aguardan más allá de sus portales.

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