Ha cambiado la luz y pegados a las nubes bajas llegan los olores perdidos en el calor seco del verano. Es otoño y el cuerpo pide aire fresco en la cara y recuperar la humedad olvidada; pide meterse en la cama con ganas de abrigo y dejar sonar adagios intimistas que nos hagan soñar, cada cual con sus cosas y sus sueños, que no es cosa de andar investigando el secreto mundo de cada cual.
El campo se prepara para llenar la despensa del invierno y un curso comienza, como cada año, renacido de la muerte del año anterior.
Es época de cultos antiguos y preparación de las fiestas del solsticio; es época de temer la llegada de la oscuridad eterna y la pérdida del sol; es época de miedos y de comprender ciclos y vueltas; es la época de los mitos y de los dioses antiguos olvidados y sacrificados en el altar del verdadero conocimiento.
Se van las aves y veremos sus bandadas cruzar el cielo camino del amable sur y pegado a sus colas, volverá el hielo para adormecer y cambiar el paisaje suspendiendo la vida bajo su abrazo. Volveremos a buscar el fuego y a perder nuestros pensamientos en sus luces y en las figuras de unas llamas que despertarán los recuerdos de una especie viajera que sólo encontraba su hogar en el fuego de cada noche encendido en los paisajes nuevos de cada día de viaje y aventura.
Vuelve la verdad de un ambiente hostil con el que luchar y al que enfrentarse para sobrevivir. Vuelven los olores viejos a despertar luchas antiguas.
Ha llegado el otoño a nuestras almas.
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