Los símbolos de la represión se unen contra el enemigo común.
La cosa era previsible, casi automática y anunciada: los representantes de la iglesia anglicana, los judíos y mahometanos han saltado a la yugular de los titulares de un libro que nadie conoce; un libro que aguarda en las imprentas bien empaquetado y listo para convertirse en un best seller. Es casi aburrida la repetición de acontecimientos bajo los mismos esquemas: la prensa publica dos tonterías bajo titulares llamativos y los que se dan por aludidos explotan con todo tipo de artificios pirotécnicos sin tener ni la más remota idea de lo que, de verdad, contiene el libro objeto de escándalo. Lo curioso es que, cuando el libro ya se puede leer, cuando la reflexión calmada es posible, jamás se vuelve a saber nada de la historia.
Un diario acusa a Hawkins de “simplista”. Si me apuntaran con una pistola para que pusiera un calificativo a este señor, seguro que al último que recurriría es al de simple. ¿Cómo puede alguien en su sano juicio decir que uno de los intelectos más complejos, elevados, trabajados y brillantes de la historia es “simple”? Si él es simple, los demás somos protozoos o sus primos tontos, vamos.
Stephen Hawkins lleva años apuntando hacia el mismo sitio, concentrado en sus trabajos y ecuaciones intentando conocer el lenguaje de la materia; sus leyes y su organización, consciente de que cada paso dado nos acerca a la meta, a la comprensión global de ese mundo que siempre hemos querido entender. La ciencia marca sus metas, pero la religión pretende, desde siempre, decirnos que no preguntemos, que nos conformemos con estarnos quietos a la espera de que la muerte nos revele la verdad; la visión de un dios distinto del otro pero igual de fanático, vengativo y restrictivo.
La religión quemó a Miguel Servet, destrozó la vida de Galileo y de miles y miles de hombres buenos que sólo perseguían un pecado nefando: querer saber, horrible aspiración que les hacía merecedores de todos los castigos.
Para la ciencia, dios es una construcción que, al no poder formularse en las ecuaciones, no se tiene en consideración, no afecta a los resultados finales, de forma que no se gastan recursos en una cuestión tan poco práctica. Pero esa no es la postura que mantiene la religión respecto a la ciencia y eso si es un problema; y de los gordos. La religión vive atemorizada por las repercusiones de cada nuevo avance, de cada descubrimiento, de cada titular llamativo y pierde terreno, kilómetros y kilómetros de terreno y de poder.
La cosa acaba de empezar y veremos, todavía, acciones y reacciones, pero el camino ya está marcado y no se desviará. Puede ser que grupos de presión ultraconservadores persigan y traten de ocultar, pero los libros se llenarán de teorías, las teorías se convertirán en experimentos y éstos, aportarán pruebas; millones y millones de pruebas que acabarán por imponerse como siempre ha sucedido.
La verdad es que el proceso es, sigue siendo, apasionante: la luz pelea contra la oscuridad; el conocimiento contra la superstición; la razón contra la persecución. Ganaremos, seguro, pero seguirá siendo duro, ni más ni menos que como siempre, vamos.
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