Hace muchos años, tantos como los que nos llevan hasta 1977, mis 19 años me llevaron hasta Zaragoza para vivir un periodo de los que marcan para siempre. Vivía en un piso en el que se mezclaban sueños políticos impregnados de inocencia y de candidez que convivían en forma de banderas pinchadas en la pared: la azul de Galicia y su eterno – por lo largo y repetitivo-de As terras de breogán; la senyera catalana y el discurso de Tarradellas visto en la minúscula televisión de un autobús con su Ja soc aquí y las lágrimas de un compañero de equipo; la ikurriña y el Eusko Gudariak convivinedo con los exiliados madrileños que no teníamos referente. Todo era diversidad y una voz ponía igualdad en el plato de todos: todos mirábamos a Labordeta y cantábamos su canción a la libertad:
Habrá un día
en que todos
al levantar la vista,
veremos una tierra
que ponga libertad.
Hermano, aquí mi mano,
será tuya mi frente,
y tu gesto de siempre
caerá sin levantar
huracanes de miedo
ante la libertad.
Haremos el camino
en un mismo trazado,
uniendo nuestros hombros
para así levantar
a aquellos que cayeron
gritando libertad.
Habrá un día
en que todos
al levantar la vista,
veremos una tierra
que ponga libertad.
Sonarán las campanas
desde los campanarios,
y los campos desiertos
volverán a granar
unas espigas altas
dispuestas para el pan.
Para un pan que en los siglos
nunca fue repartido
entre todos aquellos
que hicieron lo posible
por empujar la historia
hacia la libertad.
Habrá un día
en que todos
al levantar la vista,
veremos una tierra
que ponga libertad.
También será posible
que esa hermosa mañana
ni tú, ni yo, ni el otro
la lleguemos a ver;
pero habrá que forzarla
para que pueda ser.
Que sea como un viento
que arranque los matojos
surgiendo la verdad,
y limpie los caminos
de siglos de destrozos
contra la libertad.
Habrá un día
en que todos
al levantar la vista,
veremos una tierra
que ponga libertad.
Era su voz una voz que resonaba en los oídos de todos los que venían a vernos hacer el indio jugando al baloncesto; era la voz de todos los que veían en el momento la ventana para ser distintos, para vivir un país distinto; para dejarse calentar por un sol nuevo y tibio tras un frío de años. Era Labordeta el que nos ponía, como hoy, los pelos de punta con esta letra y con su absoluta entrega a su propia convicción. El sonido de esta canción ponía en pie a todos los que asistían a ver los partidos junto con otra canción, que no encuentro, y que decía que alguien dejaba su voz para el que quisiera usarla y seguir en la lucha; de alguien que venía simplemente a trabajar como uno más, arrimando el hombro al tajo.
Reconozco que soy un nostálgico sensible, pero escribo esta entrada mientras oigo ese canto a la libertad que me sigue poniendo los pelos de punta y los ojos tiernos; sigue remontando el tiempo y sus vientos me llevan a mis veinte años para enfrentarme a mi propia calma; esa calma de animal domesticado que ya no tiene ganas de levantarse contra el palo.
Es bueno que, de vez en cuando, el recuerdo de un hombre grande nos enfrente a nuestra pequeñez y nos recuerde que podemos; que juntos seguimos pudiendo y que sólo hay que levantar con convicción la bandera de la justicia para que el corazón del hombre vuelva a despertar y levantar vientos de cambio, de lucha, de mejora y de verdad. Necesitamos ese viento como en pocas ocasiones lo hemos necesitado y justo ahora, cuando más falta nos hace, perdemos al que nunca perdió la fe, al que siempre miró al hombre con ojos de hermano sabiendo que, a pesar del sueño, ese hermano podría despertar en cualquier momento para reforzar las huestes de los buenos.
Hemos perdido a un hombre bueno; a una voz fuerte y convencida de que llegaría un día en que todos, al levantar la vista, veremos una tierra que ponga libertad. Lo ha visto y ha podido colaborar. Un buen ejemplo para todos, auqnue sea una lástima que muchos no lo valoren.
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