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Como en las películas de oeste, los controladores han citado al gobierno para un duelo bajo el sol, sin negociaciones, sin concesiones: sólo puede quedar uno y eso implica, para todos, llevar la postura hasta el final. Y retar al estado es peligroso. El estado es algo enorme, lento, pesado, implacable y anónimo que, al ponerse en marcha contra el enemigo, es capaz de movilizar muchos recursos.
Los controladores han venido jugando el juego del miedo y, hasta ahora, les había salido bien. Los últimos gobiernos, desde González a Aznar, les habían dejado ganar las batallas en aras de la tranquilidad mediática y social, pero las últimas conquistas habían llevado a ese colectivo hasta la borrachera del absurdo. El último convenio firmado por el gobierno de Aznar implicaba ingresos de hasta 600.000€ al año y no hay consideración política que pueda aguantar ese estado de cosas en plena crisis.
Se han creído imprescindibles –nadie lo es – y, lo que es peor, creyeron que podían tomar como rehenes para el mantenimiento de sus privilegios de casta a todo un país que soñaba con disfrutar de unos días de olvido. Ni lo uno, ni lo otro. Por un lado, los rehenes se han sublevado y piden sus cabezas, no las del gobierno y en contra de lo que habían calculado, el Gobierno ha aceptado el duelo para plantear una lucha sin cuartel y hasta el final. Es lo malo que tiene cabrear a la bestia; que una vez en marcha es imposible pararla.
Desconozco las consecuencias legales y los procedimientos adecuados para sancionar, o intentar sancionar, a este colectivo, pero la sociedad exige sangre y el gobierno está obligado al sacrificio, de forma que me imagino que habrá despidos –procedentes o no, según dicten los tribunales y todas las apelaciones habidas y por haber aunque estemos años tras ellas- habrá querellas de asociaciones y del propio estado reclamando indemnizaciones por los daños ocasionados por aquellos que, si se demuestra así, abandonaron sus puestos de trabajo atendiendo a una interpretación forzada de la ley, algo que los tribunales valorarán en su justo término.
Los controladores no han hecho huelga; los controladores se han limitado a dar una patada en los cojones del estado pensando que no pasaría nada, pero se han equivocado y la fiera se ha revuelto para clamar justicia. Han querido dar donde más duele y los han conseguido, así que se han convertido en el símbolo de la frustración de todo un país que pide su cabeza. Esta sociedad lleva años tragando quina con la crisis, con los despidos, con los ajustes y con un gobierno “groggy”, y los controladores han conseguido reunir todo ese cabreo poniéndoselo a huevo a un gobierno que, ahora, sólo tiene que hacerlos picadillo para recibir un escueto y lacónico, “menos mal” por parte de los ciudadanos.
Los controladores la han cagado de verdad y no sería extraño que, como los tribunales acepten querellas, alguno se vea condenado a pagar compensaciones millonarias de su propio patrimonio. El estado tiene recursos para pagar indemnizaciones millonarias por el despido de todo el colectivo, pero como las sentencias sean favorables a los demandantes, públicos y privados, la cosa se les puede poner muy cuesta arriba a estos inconscientes.
Al gobierno sólo un pero: cuando se trata con gentuza de esa clase, siempre hay que tener previsto lo peor, así que lo de las intervenciones militares deberán haber restado previstas, ensayadas y bendecidas hace meses, que parece que hemos perdido bastante tiempo y hay bastantes matices, falta de homologaciones y capacitaciones etc. Ese es el único borrón, pero en el resto de cuestiones, ni una objeción: duro y a la cabeza, que un país no puede estar en manos de una casta privilegiada que no es consciente ni de sus privilegios, ni de las obligaciones sociales que justifican esos privilegios.
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