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lunes, 6 de diciembre de 2010

Una nueva libertad



El ex-presidente Aznar reivindicando su derecho a conducir a toda pastilla y borracho como una mona "mientras no poga en peligro a nadie"
Desde hace unos meses, vengo dándole vueltas a una idea que se nos está metiendo en la cabeza como si fuera verdad o parte de la naturaleza básica de la palabra, de su definición ética y consensuada, pero a la que, creo, debemos darle un par de vueltas antes de dejar que esa nueva interpretación se asiente en nuestras neuronas, que luego no hay forma de sacarla de allí.
Con motivo de las limitaciones a la ingesta de alcohol para poder conducir, de la obligatoriedad de llevar cinturón en el coche y casco en la moto, o de la previsible prohibición del consumo de tabaco en lugares comunes, se viene oyendo la reivindicación de la libertad individual como paradigma equivalente al “no me diga Vd. lo que tengo que hacer, que ya soy mayorcito”.
Es un discurso que empieza a quedar bien e incluso “moderno”, que aporta un cierto componente romántico de rebeldía frente al poder; de ser ajeno al estado –sueño muy español – y asumir las consecuencias de nuestros actos como seres coherentes y morales, pero discrepo frontalmente de esos planteamientos, lo siento. Una de las invenciones, con las que se ha conseguido medio definir los límites de la libertad individual, es esa que afirmaba que “la libertad de cada uno termina donde empieza la de los demás”, algo con lo que todos, más o menos, hemos ido andando por la vida sin que nos haya ido demasiado mal. Ahora hay algunos que quieren quitar una parte importante de la frase y dejarla en algo parecido a “la libertad individual no acaba en ninguna parte, salvo en la voluntad del individuo por hacerla acabar”.
Un conductor borracho como un piojo no está ejerciendo ningún acto de libertad: está poniendo en peligro vidas ajenas y debe ser tratado como un delincuente. Alguien que no usa casco o cinturón de seguridad, está aumentando los costes médicos de su tratamiento que no sólo paga él, pues si fuera así, todavía podría entenderse que es libre el que se hace cargo de la factura del hospital derivada de su imbecilidad, pero no es el caso. Alguien que convierte un coche en un misil de baja cota que amenaza el tráfico a más de 200 por hora, no es un conductor habilidoso, no: es un peligro potencial para todos los que circulan por esa carretera. El fumador – hablo como ex fumador cuasi compulsivo – es tan libre como puede serlo un heroinómano y perjudica a los demás mucho más que éste, que mientras pueda “picarse” es el ser más inofensivo del mundo. Otra cosa es no pueda, pero sigue sin ser libre, que es de lo que hablamos ahora.
¿Estamos dejando que el concepto de libertad se convierta en una idea egoísta? Si es así, como me temo, tendremos algo muy peligroso anidando en nuestros cerebros y que, lisa y llanamente, relaciona la libertad con la capacidad adquisitiva, con el poder físico o con la posibilidad de ejercer una acción satisfactoria, que no tiene consecuencias contrarias porque estoy en una situación que me permite evitarlas, no porque no hagan daño a alguien. Sería el estereotipo del que incumple las reglas de tráfico “porque puede pagar la multa” despreciando el substrato de la norma y la necesidad de regular nuestros comportamientos sociales.
Es un goteo ideológico que me preocupa desde hace tiempo y que, para mi sorpresa, entra suave en las cabezas de mucha gente a la que conozco y que, curiosamente, suele provenir de aquellos que, en muchos otros aspectos éticos, religiosos y morales, se inclinan por el más absoluto prohibicionismo. No son todos, pero un elevado porcentaje de esos que suelen lanzar proclamas contra la prohibición del tabaco o del límite de velocidad en los coches o en la cuota de alcohol, luego son fervientes defensores de otras prohibiciones que, esas sí, atienden a la defensa de posiciones personales ejercidas y mantenidas como resultado de la aplicación de una libertad personal que no es nociva para nadie más. Si tomamos el ejemplo de las leyes de divorcio, veremos que los mismos “libertarios” de la nicotina, se colocan frontalmente en contra, igual que se manifiestan indignados por la posibilidad de que dos homosexuales hagan público un contrato de convivencia que, desde siempre, ha venido en llamarse “matrimonio”. En cuanto a los posicionamientos religiosos, se parte de la idea de “lo que es mío –mis símbolos, imágenes, ritos etc – no molestan a nadie” mientras que los del otro “si me molestan a mi”; de forma que lo adecuado y coherente es prohibir los del otro y dejar los míos. Que a unos nos moleste enormemente que los símbolos civiles, que nos pertenecen a todos, acompañen manifestaciones religiosas, es algo que se entiende como “prohibicionista”, como reglamentista y poco favorable al ejercicio de la libertad. Y no estoy exagerando un ápice, de verdad.
Es curiosa esa limitación de la libertad: los actos que pueden perjudicar a terceros se reivindican como libres, mientras que los que sólo afectan a un individuo y a nadie más, se castigan con la prohibición, como si los últimos siglos de luchas en nombre de la libertad de pensamiento, de la libre opción de la sexualidad, de la reproducción o de de la religión, no tuvieran nada que ver con la verdadera libertad y con la cohesión y maduración de una adulta “sociedad libre”.
Yo, por si acaso, voy a seguir pensando, que todo esto no me acaba de convencer, de verdad.

1 comentario:

  1. Te has ido un poco por las ramas, creo. Si mi libertad no perjudica a nadie ¿ por qué no puedo hacr uso de algo que es un privilegio ? Es más, mi libertad es un hecho que debo aprovechar en beneficio propio a la vez que ajeno. Allá cada uno con sus responsabilidades y su conciencia.
    Yo, por si acaso, si te decides a llevarme en tu moto, me pondré el casco.
    Buenas noches, Tranbel.
    a.m.

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