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domingo, 9 de diciembre de 2012

DE LA BELLEZA DE LO COTIDIANO


Amanece en 7 Picos mientras la noche se aferra a la tierra del noroeste

Jaime Nogués publicaba ayer en FB esta cita de Borges que me ha recordado una nota sobre el mismo tema escrita el 7 de Octubre de 2010.
Las fotos son de hoy, otro día para enamorarse de la Sierra del Guadarrama.

Al cabo de los años he observado que la belleza, como la felicidad, es frecuente, no pasa un día en que no estemos un instante en el paraíso.
Jorge Luis Borges (1899-1986)

Una dedicatoria especial a mi amigo Curro y a su compi de cautiverio, que estos días tienen más complicado encontrar ese paraíso diario.
Caminando entre dos mundos

Hoy el día amanece esplendoroso, con una claridad de pintura del Prado hecha por Velázquez. En el norte las nubes se agolpan sobre la sierra intentando derramarse sobre el valle de Villalba, El Escorial y el Guadarrama. Por el este y por el sur, más abajo de la primera cresta del puertecito de Galapagar, parece que la niebla juega a engañar a los posibles excursionistas dándoles la idea de un tiempo horrible, oscuro y brumoso. Ayer el día quería competir con las grandes producciones de cine y exhibió el catálogo completo de contrastes, luces, matices y nubes; todo desplegado en el corto trayecto a la oficina.
Cada día, cada pequeño trozo de nuestra vida, está lleno de momentos estéticos muy intensos que no captamos; que pasan a nuestro lado sin que entren a formar parte de nuestros tesoros y riquezas. Es cierto que el campo y la naturaleza en todo su esplendor son más propicios a hacernos regalos, pero no es menos cierto que las ciudades también son generosas. Menos, pero con una mayor elaboración. 
Hoy, por ejemplo, me he llevado el disgusto de tener que prescindir en mi vida de un espacio en el que tenía depositadas grandes esperanzas. En el habitual camino de paseo con los perros un boulevard de nueva planta ha dejado encerrados, entre las tenues líneas de sus aceras, un espacio peculiar, lleno de sensibilidad, historia y ejemplo. Varias encinas, algunos enebros y el recuerdo de una linde entre dos fincas en forma de valla seca que se mantenía en pié sostenida por el tiempo, el musgo y el aburrimiento. Desde hace meses, el ayuntamiento parece que ha decidido hacerle caso a ese pequeño reducto y mi esperanza estaba centrada en que, tras despejar encinas y enebros, alguien se diera cuenta del potencial de esa valla como centro de una actividad paisajística algo oriental y casi zen; un pequeño jardín no jardín en el que el protagonismo se regalara a ese ordenamiento de piedras antiguas, verdecidas de años y lluvias y todavía verticales gracias al saber del artesano que, sin cemento ni argamasa, consiguió dejar dormidos varios siglos de ingravidez.
Amanece sobre la cumbre de Peñalara
Como el lector habrá adivinado, mi esperanza ha sido vana y una excavadora se ha llevado por delante ese vestigio estético de los cuentos románticos de Gustavo Adolfo Bécquer y ha dejado aquello “bien saneado”, que diría el chapuzas. Es un ejemplo muy pequeño que pone de manifiesto el desprecio que todos estos pueblos de la zona tienen por su pequeña historia y por su personalidad. Muchos de los de Colmenarejo, si leyeran esto, pensarían que estoy idiota perdido, que esa valla no era nada y que ahora, a punto de que el extraño césped inglés pinte de verde todo ese campo, está mucho más bonito.
Bueno, acepto que estoy solo y que nadie me sigue en mis contemplaciones autistas y un poco amariconadas, pero creo que la razón de que hagamos todas esas obras, que están completamente desprovistas de utilidad directa, es darle al espíritu un poco de aire y de relajo; momentos en lo que puede aprovechar para olvidarse de la pelea y levantar el vuelo para dejarse emocionar por las pequeñas cosas. 
El mundo nos hace regalos inesperados y preciosos, pero hay que estar atentos a los amaneceres de verano en los que el día huele a nuevo tras el polvo acumulado por el día anterior; atentos a esas nubes que corren desbocadas precediendo al vendaval o a la tormenta; atentos a las luces del ocaso sobre los montes bajos que se juntan con el plano paisaje del suroeste, luces nuevas cada día que, en sí mismas, nos llenan los ojos y el espíritu de auténtica belleza.
Vale, si, lo reconozco: soy un moñas y un antiguo medio “gayi”, pero es que de verdad disfruto y me gustaría que los que tengo cerca también fueran capaces de disfrutarlo. Lo gracioso es que, cuando les llamas la atención sobre lo maravilloso de estos momentos, todo el mundo se queda embobado. Recuerdo uno especialmente espléndido que paralizó a toda una oficina durante 5 minutos. Estábamos en el piso 17 con las vistas, maravillosas, orientadas al sur y un poco reviradas hacia el oeste, encuadre perfecto para los encendidos atardeceres naranjas de Madrid. Más o menos era esta época, la de las grandes migraciones hacia la templada melancolía del sur de España y de repente el cielo se llenó de formaciones de ánades escribiendo grandes uves en el cielo. Estas formaciones se unían y se separaban dando lugar a dibujos efímeros y preciosos que todos mirábamos embobados sin abrir la boca. Nadie dijo nada, pero durante un rato, unos simples patos nos habían dejado mudos y perplejos mirando una belleza que ninguna otra mano podía crear. 
Así de simple: de vez en cuando, mira el cielo y déjate sorprender. Es posible que te ayude a recordar que, a veces, el mundo es muy , pero que muy bonito y merece la pena verlo

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