Vivimos los días que la tradición destina a recibir los azotes de los” luperci”, los sacerdotes que purificarán las almas bajo el azote de los látigos hechos de la piel del perro y del macho cabrío inmolados en sacrificio; vivimos azotados por los “februa” y bajo sus azotes creemos reírnos de todo, pero salvo en Cádiz, la realidad manda sobre nuestras vidas y no hay escapatoria.
Sólo ellos, los que saben, los que conjuran la realidad bajo el oscuro hechizo de la música y la palabra, saben escapar de los ataques diarios de la realidad y consiguen engañarse a sí mismos en el falso espejo de una verdad efímera y esquiva llamada chirigota. No es una mentira repetida y convertida en verdad, no: es una verdad proclamada bajo el azote del humor que todo lo cambia y lo transforma para que la verdad sea cotidiana, doméstica, ausente de formalidad y amansada. La realidad que pasa por el tamiz de un pentagrama chirigotero jamás vuelve a ser solemne; jamás puede erigirse como verdad inalterable; nunca más puede recuperar la autoridad moral de la que ha sido desposeída: la autoridad ha sido reducida y ridiculizada y de esa derrota nunca se retorna indemne.
Las chirigotas son una venganza, un arma indestructible que todo lo arrolla y que, por fortuna para los poderosos, tiene un ámbito de actuación reducido. La chirigota es colectiva, es grupal, solidaria y ataca desde la base entrándole al poder por los bajos del pantalón: allí donde no hay defensa posible. Cádiz sobrevive al paro, a la pobreza, a cualquier cosa porque sus habitantes guardan un arma invencible bajo su piel: el humor que sólo precisa de ingenio, tiempo, amigos y una humilde trompetilla (güiro, mirlitón, o pito) para convertirse en un modo de vida inmune a la solemne y lejana autoridad.
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