La vida, sin apenas apretar, como al desgaire y sin esforzarse mucho, te deja en el sitio adecuado de la manera adecuada y además, como que se permite el lujo de chotearse de ti sin hacer muchos alardes. Son momentos que llegan cuando menos los esperas y te explotan en la cara para dejarte esa expresión medio idiota, atontada y siempre sorprendida; son explosiones de realidad que te asaltan en el espacio que tú creías manso, controlado y sometido al tranquilo ritmo del disfrute placentero.
El mundo de lo subjetivo es propicio al error, de manera que la vida te coloca a patadas en lo objetivo, lo real, lo ineludible y lo inevitable sin dejar el más mínimo respiro o espacio para la piedad. Como la realidad es terca y se suele imponer, tampoco nuestros días suelen dejar mucho especio a esos lapsus temporales en los que todo se iguala, todo se equilibra y cada cual parece o se cree igualado al resto de la humanidad, atemporal y casi seráfico en su confundida ensoñación. Son esos escasos instantes en los que nuestra barriga desaparece o el cansancio se ha esfumado; momentos en los que ellas no recuerdan sus arrugas o ellos se olvidan del dolor de espalda o de ponerse las gafas de cerca; momentos, en fin, en los que podemos olvidarnos de nuestra historia para disfrutar un presente limpio que mantiene intactas todas sus posibilidades y todas sus alternativas, sin que eso implique absolutamente nada malo, pecaminoso o cercano a lo que todos vais a pensar dentro de unas cuantas líneas más.
Dicho esto, paso a describir la llegada de uno de esos momentos que aconteció hace pocas fechas y que me tuvo a mí como involuntario protagonista y receptor de la explosión de realidad. Había quedado con una encantadora amiga para comer y que me contara su experiencia tras haber estado unos meses fuera de España. El marco, tranquilo – un restaurante crudivegano no se presta a convocar masas enfebrecidas dispuestas a la celebración espontánea de una orgía báquica – y la conversación, muy fluida y agradable. Hay que especificar y poner de manifiesto que la chica que me acompañaba es un dechado de alegría, cultura y buena disposición y que ronda la edad perfecta para que cualquier mujer sea interesante, culta, apasionante y peligrosísima, pues la seguridad en sí mismas y la experiencia acumulada las hacen, a todas, irresistibles y encantadoras. Dicho esto, cuando yo me hallaba absorto en el disfrute del momento, justo cuando su alegría había permitido que sólo hubiera una conversación agradable entre dos amigos, el dueño del garito se acercó a la mesa y tras saludar a mi amiga, le preguntó sin muchos rodeos: ¿Hoy te has traído a tu padre?
Seis palabras que destruyeron la magia de un momento para edificar, de nuevo, ese universo de tiránica realidad que vigila acechante para no dejarnos escapar. Lo que no cuento son mis sombríos y malévolos pensamientos sobre el padre de ese instrumento del destino que me hizo volver del sueño libertario en el que tan bien me estaba encontrando.
La vida, que es muy suya y un poco hija de puta, simplemente.
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