El último tabú
El hombre, a lo largo de la evolución de su pensamiento, ha ido rasgando velos, abriendo puerta a patadas y encontrando sus tesoros en los rincones más oscuros de la superstición, el desconocimiento y la tradición, pero todavía queda un último sagrario, el último velo, el santo grial dela libertad personal nunca conquistada: la muerte.
Damos vueltas alrededor de ella; miramos su fortaleza con el ansia de los antiguos cruzados ante las murallas sarracenas, pero sus adarves son inexpugnables, resisten los asaltos y las fuerzas de la religión, de la costumbre y un enorme miedo colectivo cierran filas en su defensa. Es la muerte el último velo, ese que cubre las últimas zonas pudendas de nuestra sociedad. Nos da miedo asumir el hecho de que la muerte es un acto más del ser humano ante el que podemos ejercer el libre albedrío sin otra limitación que la propia voluntad.
Nuestra naturaleza nos traiciona, pues todos sabemos que levantar las barreras de ese sagrario podría dejar al ser humano indefenso ante los poderosos; nadie se fía del otro, todos nos miramos con recelo sabiendo que, si nos dejaran decidir sobre la vida de nuestros semejantes, la cosa acabaría fatal. Los políticos dan rodeos, hablan de “muerte digna”; nos adormecen, se acercar con sigilo al verdadero centro del problema, pero no lo iluminan: sigue el miedo, siempre el miedo.
No tengo ninguna duda con respecto a la sensatez del testamento vital (por cierto, tengo que imprimirlo y hacérselo firmar a mis amigos, que la familia no vale) que nos evita el largo deambular por la tortura de los trámites que preceden al último suspiro, pero me gustaría que todos fuéramos más generosos con aquellos que, desde el más absoluto, espantoso y desesperanzado sufrimiento, nos piden: la caridad que no le negamos a nuestros perros para acabar con su tragedia.
No me interesa en absoluto el aspecto político de la discusión, me interesa el aspecto ético, histórico y moral con el que el ser humano entiende la muerte y el hecho de que, aceptando la existencia de la libertad individual, no hay una sola cultura que avale o proteja el suicidio salvo el código de honor de los Samurais, el Bushido que obliga a afrontar el deshonor con el acto honorable de quitarse la vida con valor. Interesante, pero insuficiente.
¿Es posible que en el fondo del temor se halle la remota conciencia de la seguridad de la horda? ¿Es posible que en nuestra genética conductual permanezca esa obligación de apoyar la horda con el valor del número, de la sola fuerza bruta? ¿Algo tan físico, tan directo, tan brutal puede convertirse en la base moral sobre la que tantas construcciones religiosas se han edificado? ¿Una sociedad tan absolutamente individualista, amoral, falsa y entregada a justificar cualquier inmoralidad a cambio del triunfo puede seguir defendiéndose del abandono de los deberes solidarios mediante el rechazo al suicidio?
Las religiones, todas ellas, no son más que construcciones morales que colaboran con el poder para perpetuar el dominio de las clases privilegiadas, la oligarquía y la casta sacerdotal, y aceptar el suicidio con liberalidad implicaría la desbandada de los sufridores del sistema. El suicidio, la ayuda al desesperado, la aceptación de la libertad para afrontar el propio destino, da pavor; nos parece que es semejante a abrir la caja de todos los males y desgracias que acechan más allá de la aplicación de la ética.
Nos negamos a desgarrar el último velo basándonos en la ética social de una sociedad que ha perdido la ética; que ha olvidado la decencia y la moral, pero que todavía necesita mirarse al espejo pensando que en el último sagrario permanece intacto el último velo a salvo de desgarros. ¿Cuanto resistirá el sagrario? ¿Podemos seguir negándonos el alivio de aceptar nuestra libertad a cambio de concedernos la tranquilidad de poder confiar en nuestros semejantes? Dejemos que las conciencias duerman tranquilas: no es el momento de asaltar la fortaleza.
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