Lucio Cornelio Sila ejerció la dictadura y se burló de la tentación, pero pagó el precio del poder.
Tomando como excusa la pública confesión que hace Felipe González sobre la tentación de utilizar el poder de una manera ilegal, me apetece reflexionar un poco sobre la soledad de las decisiones trascendentes cuando se ejerce el poder. La historia no ha ido dando señales de lo que pasa cuando se tiene la oportunidad de alcanzar el poder y ejercerlo para bien o para mal.
Sila, el primer romano que marchó al frente de sus legiones contra el senado, César y tantos otros han sentido el vértigo de ejercer el poder de un modo violento, extraño a los mecanismos que la sociedad establece como adecuados. Felipe González todavía se pregunta, y me creo perfectamente que lo siga haciendo hasta el final, si tenía que haber tomado la decisión de volar a toda la cúpula de ETA en una reunión. Margarte Tatcher tomó la decisión de asesinar a sangre fría a dos activistas de ETA. ¿Puede la razón del estado, el bien común, tomar ese tipo de atajos?
Hace poco escribía sobre la inmensa suerte de no cargar con la responsabilidad de tener que negociar el final de ETA de tener que enfrentarme a las preguntas que alguien – le compadezco – tendrá que contestar. Ese ¿que hay de lo mío? Que será el sórdido colofón a décadas de trágicas equivocaciones.
No entro en la decisión de organizar una guerra por venganzas y ansia de dinero –como la de Irak – entro en el terrible momento de saber que una decisión personal puede cambiar la historia y mejorar la sociedad siendo completamente ilegal. Se decida lo que se decida, el tiempo con el que se convive con ella debe ser enormemente largo y solitario.
Tenemos ejemplos de la indiferencia con la que alguien se puede proteger de esa razón suprema, Napoleón, Hitler, Mao, Stalin y tantos otros, pero creo, de verdad, que al igual que el enfermo mental es consciente de lo que pasa en los primeros momentos, el poderoso sufre un proceso gradual de anestesia que, hasta que la ceguera es completa, se lo debe hacer pasar muy mal.
Es posible que esa falta de pudor o esa anestesia moral sea la que haga falta para conducir a los pueblos, pero...se parece tanto a la absoluta degradación moral que asusta pensar que sólo (lo sigo acentuando, que me gusta) los que han trascendido la barrera de la ética o han generado otra distinta, pueden asumir el ejercicio del poder y que los demás, los “blandos”, sólo pueden preguntarse por la existencia de un universo mental que desconocen.
El poder no me atrae especialmente y siempre pienso que pesa más aquello a lo que se debe renunciar para alcanzarlo y ejercerlo que aquello que consigue hacerse, una forma de ver la botella medio vacía que no permite acercarse a la política con al mirada lejana del que tiene una visión y no se detiene a pensar en las dificultades.
He conocido y mantengo relación con algunos que han estado en las trincheras, pero no he conocido a nadie que haya tenido la posibilidad de mirar a los ojos de la tentación; a nadie cuyos pensamientos se alejen de una conversación preguntándose, mucho tiempo después: ¿Lo hice bien? ¿Lo volvería a hacer? Debe ser la condena que los cielos imponen al que quiere acercarse a la inmortalidad, pero afrontar la soledad del cagadero llevando siempre encima esa losa debe ser muy fuerte.
Otro día hablaremos del coste de la ética, precio del que nadie habla, pero que existe y es elevado.
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