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viernes, 1 de octubre de 2010

Miradas perdidas

Hoy se inicia otro cuaderno, el del otoño, tan bonito que no hay que buscarle otro nombre: Cuaderno de Otoño.


Un hombre pasea en la niebla de su propia transparencia

Madrid recibe el otoño con días de oro, de sol espléndido y árboles todavía verdes y frondosos que se resisten a dejarse llevar por la melancolía de los ocres, dorados y rojos que tan familiares nos resultan a los enamorados de la estación. Madrid cambia de ciclo y en Madrid, bajo ese sol que antes solo disfrutaban los jubilados y los niños en el parque, vagan los hombres que buscan, en el lejano horizonte, la clave que explique su tragedia. Son los parados que llenan esas calles que les resultan extrañas en el tiempo, pues antes las veían oscuras y a hurtadillas camino del trabajo o de vuelta a las casas que les esperaban tras la jornada.
Llevan la mirada perdida y la tragedia en el gesto ya rendido; un gesto que pone de manifiesto que no han encontrado ni la causa ni el motivo de su desgracia. Han hecho todo el camino y ya se han culpado a ellos mismos, al mundo, a la crisis, a la suerte al destino y se han rendido.
Comparto con ellos la desgracia, pero me mantiene vivo la pelea y los veo, solidario, mientras me muevo de sueño en sueño y de esperanza en esperanza persiguiendo una meta escurridiza. Miro desde la moto sus pasos lentos e inseguros y me dan pena; una pena y una tristeza enorme que no les puedo hacer llegar, pues la moto ya ha pasado y su mirada perdida se ha cambiado por otra que también mira lo lejos sin poder creer que el mundo ya no le ve.
Son zombies, muertos en vida a los que nadie ha enterrado oficialmente y a los que nadie quiere ver, pues sus miradas hablan de lo que nadie quiere saber: que son como nosotros, tan buenos y tan malos, tan seguros e inseguros, tan débiles en su propia humanidad como nosotros mismos. Nos da miedo poder reconocer, en sus miradas perdidas, un rastro de nuestra propia mirada cuando miramos el mundo asustados –todos tenemos miedo aunque no lo confesemos- y nos damos cuenta de que la ayuda es imposible.
Nuestra sociedad niega la muerte; nuestros mayores deben morir en ambientes asépticos y desaparecer de forma rápida y silenciosa entre cortinas de flores y verdes prados, pero la debilidad y el fracaso, la enfermedad y la desesperación también forman parte del ser humano y deberían generar comprensión, ayuda y solidaridad, pero eso es un imposible. Hoy sólo hay sitio para los que permanecen, para los triunfadores, para los poderosos y los caídos, ese inmenso ejército de caídos, sólo pueda aspirar a seguir paseando bajo el sol con la mirada perdida buscando un futuro que no les pertenece.

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