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viernes, 19 de noviembre de 2010

Las horas y los días

El escenario temporal de la afectividad humana se escapa a la medida del hombre.


El ser humano se desplaza por el tiempo según ritmos y cadencias propias de cada momento, de cada época de su vida; nos movemos por su superficie como un velero que avanza según los vientos de la estación, con calma o turbulencia, nunca se sabe.
El tiempo del hombre, los tiempos de nuestra vida, no son iguales; de la misma manera que nuestro espacio afectivo cambia y se acomoda, evoluciona conforme esa superficie se aleja de las someras aguas de la orilla para buscar las oscuras zonas de lo profundo.
De la misma manera que los físicos hablan de un contínuo espacio tiempo, nosotros avanzamos por en continuo afectivo temporal que va marcando horas y días en función de compañías y turbulencias afectivas; bien sean éstas divertidas olas en las que surfear amores o calmas ecuatoriales en las que recordar pasiones. Soledad y compañía nos marcan y determinan nuestras sensaciones, esas marcas con las que nuestra memoria clasifica momentos y situaciones.
Tengo un amigo cuya obsesión es mejorar los momentos gloriosos añadiendo amigos con los que compartir el placer; aunque este placer sea tan simple como el que se puede encontrar en el sosegado patio de un parador de turismo. (Que esa calma se evapore nada más encontrarse con los obedientes amigos que acuden a su llamada, es otra historia). Los instantes, esos pequeños trozos de tiempo, adquieren identidad gracias a las etiquetas afectivas que nuestras vidas van colgando de los recuerdos y además, el entorno nos construye estanterías en las que colocarlos por categorías: juventud, madurez, niñez, felicidad, soledad...de manera que nos resulte sencillo ir a buscar instantes similares al que estamos etiquetando.
Necesitamos que todo se coloque en su lugar dentro de la escala: más o menos, mejor, peor, más bello, más emocionante o más aburrido; siempre detrás de poder medir lo que no tiene medida, lo que sólo nos conmueve las tripas y nos llega allí donde el intelecto se encuentra perdido y no sirven las escalas. ¿Dónde pesar el primer beso enamorado? ¿Con qué medir el primer desgarro abandonado de la primera decepción? ¿Podemos comparar con algo la sensación de un suave amanecer que ilumina una cama acompañada?
Nos movemos siguiendo escalas que no son fijas y eso es complicado de manejar y de admitir: el verano infantil tenía una dimensión que no guarda proporción con el esquivo periodo en el que el cuerpo del adulto se empeña en recordar unas sensaciones perdidas; una arena que ya hace tiempo que se escapó de entre sus dedos; los colores de un cielo que explosiona en un inexplicable incendio de nubes que tiñen, todavía, el recuerdo de un día que despierta en las montañas; el sabor de aquella sal en la piel, tantas veces lavada y el olor de aquel puerto del que jamás partimos para conquistar la vida que nunca vivimos.
El tiempo se evapora fugaz mientras que la memoria se recrea en los recuerdos y hace largo aquello que tan poco tiempo ocupó en nuestros afanes. Nuestros ancianos nos muestran el camino de los lugares importantes que marcan las etapas del recuerdo; esos hitos imborrables que marcaron el alma con el hierro de la memoria indeleble. Son las sensaciones, las emociones y los sentimientos, los herreros que forjan nuestra vida y si somos capaces de incluir en el calor de esa forja a nuestros seres queridos, a nuestros amigos y a aquellos que han sido importantes para nuestra formación como seres humanos, la obra del herrero será fuerte y sobrevivirá a nuestro propio tiempo.
Vivimos lo que duran los recuerdos asociados a nuestra vida; vivimos en los que nos ven y nos aman; en los que nos odian y envidian; vivimos en el tiempo de los otros lo que dura nuestro ejemplo, lo que dura el odio y el amor que hemos generado, lo que dura el ejemplo de nuestros afanes y fracasos: vivimos y morimos en el tenue velo de los recuerdos ajenos. Hay quien prefiere la eternidad de la vida eterna, pero yo prefiero pensar en los ritmos, las horas y los días que, como ahora mismo hago, recrean los instantes que, desde mi propio recuerdo, me permiten pensar en lo distinta que es la misma vida según el tiempo se desliza por mis horas y mis días en compañía de aquellos que me importan.

2 comentarios:

  1. Para mí el tiempo transcurre por distints etapas que lo forman. Cada una de ellas va dejando en el alma un poso de añoranzas y vivencias que forma la totalidad de esta vida tan compleja que no podemos definir. Seguimos
    viviendo porque reccordamos y seguiremos viviendo mientras el tiempo de los que nos han conocido y querido no se acabe.
    El poder maravilloso de poder recordar nos mantiene y volvemos a gozar cada instante anterior y sufrir sin sufrimiento todo el camino recorrido. Recordar es vivir sin límite de tiempos.
    a.m.

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  2. Es verdad, te ha quedado muy chulo

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