Enredando por internet, encuentro algo que mi amigo Guillermo Pérez, entonces Director de El Pais de Uruguay en su edición electrónica, consideró que podía ser publicado. Como el tema es interesante y actual, me evito el trabajo de la entrada de hoy; le mando un fuerte abrazo a Guillermo y me libero para concentrarme en este domingo deportivo que España entera vive con ansiedad.
La foto nos recuerda los años duros de la emigración española dispersa por el mundo entero.
No hay que remontarse a las épocas en las que se manejaban términos grandilocuentes y paternalistas para intentar obviar lo más simple y lo más cercano a todos nosotros. Son muchos los españoles que sobrevivieron con el trigo argentino de una posguerra sórdida, temerosa y gris. Son otros muchos los que recibieron dinero y ayuda de algún pariente que había emigrado a Uruguay, Venezuela, Perú, Colombia, México etc.
Son muchos los españolitos que hoy llegan a Cuba para encontrarse con un pueblo que los recibe con los brazos abiertos y les ofrece todo el cariño y la cordialidad necesaria para que se sientan en casa.
Somos muchos los españoles que hemos renunciado al pasado para comprobar que en todos esos países somos un gallego más que, para estar a gusto, debe ser consciente de que tiene que aceptar un pasado mezclado; que el cariño y el reproche se mezclan para dar lugar a un trato que sólo se dispensa a los cercanos. Es complicado que un argentino o un mexicano entre en disputa con un turista coreano, pero con un español se entra al toro de la confrontación con todas las alegrías que ofrece una discusión familiar.
Los españoles no entendemos que nuestro presidente se olvide de los cubanos porque su sistema político es contrario a la concepción de lo correcto que maneja el señor Aznar. Como buenos hispanos, separamos a las personas de los Estados, dejando claro que toda administración pública es enemiga del individuo. Lo importante, para nosotros, es ese amigo que hemos hecho en cualquier bar, plaza o asador: ese señor tiene cara, es próximo y necesita que le echemos una mano. Si su presidente es un cretino, un santo o un caradura, a nosotros nos importa un bledo.
España debe mojarse, debe hacer todo lo posible por abrir cauces y puentes entre ese continente y la Unión Europea, debe dejar claro, a unos y a otros, que el cambio es posible, que la recuperación de la esperanza sólo depende de que todos hagan los deberes que tienen que hacer. Y nosotros lo sabemos: podemos enseñar las cicatrices de un próximo pasado que nada tiene que ver con el presente.
Hace 30 años, España no era nada. Exportábamos emigrantes a todo el mundo para copar los últimos estratos sociales. Europa nos despreciaba y Franco agonizaba boqueando sus últimas sentencias de muerte. Nuestro camino no era más que una delgada línea que separaba dos realidades terribles: la involución militarista --para los olvidadizos: 23 de febrero de 1981, último intento de volver a las tinieblas-- y una realidad social propia de los últimos años del XIX.
Hemos hecho los deberes, nos hemos puesto a trabajar y a pagar impuestos como si fuéramos alemanes sin tener, al inicio del proceso, las contraprestaciones que ellos tenían. Hemos hecho carreteras, nuestras empresas crecen y nuestros profesionales están bien considerados. Hemos perseguido la corrupción, aunque todavía quedan restos y recibimos inmigrantes en vez de exportarlos. No hemos hecho nada que no se pueda hacer en todos lados.
Si nuestro presidente se baja del pedestal y reconoce nuestras miserias pasadas y presentes; si piensa en los ciudadanos y no en sus políticos, si ofrece programas y mecanismos de control que garanticen el buen destino de las ayudas y consigue transmitir esperanza y confianza, España habrá devuelto parte de la deuda, pero me temo que los sueños de gloria de Aznar están lejos de esos afanes.
Es más cómodo reírle las gracias a George W. Bush y olvidarse de que, un día, España necesitó ayuda y la encontró. Si América no encuentra en España una ayuda firme, sobre España caerá un velo de vergüenza que los españoles no queremos. *
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