Todos tenemos miedo, lo confesemos o no, eso es lo de menos. El miedo es consustancial a nuestro instinto de supervivencia, pero fuera de las respuestas automáticas que ayudan a conservar la vida, el miedo es libre. Cada hijo de vecino teme algo distinto y cada cual conjura sus miedos y sus neuras de manera diferente.
Esto, que contado es de una obviedad insultante, se pone de manifiesto de mil maneras y formas distintas en nuestros actos, fallidos o no, que todos cuentan. Hay quien ante un terror concreto suda en silencio y lo pasa fatal, mientras que otros tratan de alejar el terror hablando sobre ello,haciendo bromas o compartiendo con otros aquello que le hace pasar las noches en blanco.
Es el miedo, el motor de tantas y tantas cosas que se han podido juzgar como heroicas en muchas ocasiones y que han sido, y son todavía hoy, fruto de esa energía inmensa que el cuerpo es capaz de movilizar cuando se llega al punto en el que la muerte se deja ver al otro lado de la raya, allí donde todo se confunde y el juicio sobre nuestros actos nos coloca, a partes iguales, en la gloria y en la vergüenza.
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