La vida se deja llevar y va pasando de largo a nuestro lado dejando a su paso restos, pistas, semillas, cosas que pueden ser, cosas que fueron y cosas que se van muriendo a nuestros pies porque no les hacemos caso y creemos que pueden vivir sin nuestros cuidados y sin nuestras mas delicadas atenciones.
Una de esas cosas que creemos que vive por sí sola es la alegría, algo con la vida nos hace encontrarnos de forma casual y que sólo vive si entre unos y otros la hacemos crecer y la alimentamos de forma adecuada. La alegría puede ser egoísta, pero la verdadera alegría es la que va creciendo mientras nos la lanzamos unos a otros. Es como empezar un juego de pelota en el que uno pone la pelota en juego y los demás la recogen para darle más vuelo, más altura, más velocidad. Ese juego depende tanto de los primeros lanzadores como de los que luego son responsables de que el juego siga y se haga grande y divertido. Si tras el primer lanzamiento la bola cae y no es lanzada, el juego muere, no hay más.
Lo mismo sucede con la alegría si no se le hace volar, que se cansa de ofrecerse y cuando queremos darnos cuenta, ya no sabemos jugar, se nos ha olvidado y ya no recordamos dónde dejamos esa alegría que lanzábamos y que nos lanzaban. Hacemos tímidos intentos, dejamos que la alegría de pequeños saltitos en nuestra mano, pero nuestro cuerpo ha olvidado el gesto del verdadero lanzamiento, aquel que buscaba el cielo y caía certero a otras manos que deseaban lanzarlo todavía más alto y más fuerte para que se hiciera grande y bonita.
No nos hacemos viejos, nos hacemos perezosos y nos olvidamos de jugar con la alegría para hacerla más grande y ella se cansa de llamarnos y se muere abandonada a nuestros pies. Es así de simple, así de triste y así de habitual. Que cada quien piense cuanto tiempo hace que no lanza una pelota de alegría hacia las nubes para que caiga en brazos de aquél que podría, y debería, recibirla con más alegría. ¿A que hace demasiado tiempo?
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