La dinámica social de los últimos meses parece haber enloquecido buscando un norte que le escamotean constantemente para consagrar, precisamente, la negación de cualquier término que tenga reminiscencias o conexiones con lo social. Ahora mismo, la sociedad es un títere en manos de los intereses de las corporaciones, gobernadas por gestores que gobiernan sus naves buscando que el viento de la bolsa infle sus velas.
La bolsa, ese ente al que todos se entregan y consagran sus vidas, es un gestor implacable que sólo conoce la ley del beneficio a corto plazo, que es, exactamente, lo menos indicado para conseguir que una empresa se consolide y crezca a ritmo razonable y seguro. La bolsa, esa que ahora castiga a naciones enteras, ha bendecido crecimientos empresariales logrados a base de inflar deuda y camuflar balances; ha santificado planes que, a pesar de no tener sentido, acababan prometiendo beneficios escandalosos sin que se les acusara de especuladores o timadores.
Las corporaciones han hecho y deshecho; han mentido miserablemente en las cuentas púbicas y privadas; se han erigido en jueces y partes y ahora piden cabezas para lograr el triunfo absoluto, indiscutible e incondicional: la desaparición del estado. El avezado lector habrá notado que no he continuado con “del bienestar” porque eso sería considerado una victoria parcial: el estado, el enemigo, el que regula y vela para que las corporaciones operen con ciertos límites y respetando ciertas reglas, es el objetivo que hay que aniquilar. Algunos piensan que el poder de estos lobbies se autocontiene y hasta hace unos años era así, pero ahora esas mismas corporaciones huelen la debilidad y la sangre y afilan las garras: lo quieren todo.
Para conseguir sus objetivos usan el dinero, los medios de comunicación, los resortes del poder y la influencia; no se detienen al conseguir lo razonable y algo más y se entregan al crecimiento. E la misma manera que babean y se excitan ante un PIB con dos cifras, ahora quieren someter al estado a tal cura de adelgazamiento que la anorexia se asemeja una orgía llena de gracias pintadas por Rubens. Como dice Serrat “no conocen ni a su padre cuando pierden el control” y el control se hizo añicos con la crisis y con los estados al servicio de lavar los pecados de los mismos que ahora piden su sangre.
Como el Cuco, el pollo que criamos con cuidado y con esmero, se ha convertido en un tirano que esclaviza a las naciones para engordar cada vez más; hacerse poderoso y acabar por devorarnos sin tener en cuenta ni el cariño ni el agradecimiento debido.
Esta crisis pone de manifiesto, si es que no era obvio hace décadas, que necesitamos un arma que les pare los pies, una construcción política que se adecúe a los requerimientos sociales de hoy en día; que establezca una planificación energética adecuada; que ofrezca salida y vías de desarrollo a los países a los que hemos esquilmado; que erradique, antes que la pobreza, la corrupción de los estados pobres; que lo son por culpa de la ambición de unos y la debilidad de otros, pero mientras esa construcción llega, nosotros seguimos a la espera viendo como crece la amenaza y nuestras vidas pierden valor segundo a segundo.
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