Leo que un atún rojo de 342 kilos se ha subastado en la lonja de Tokio por 300.000 euros, precio récord en la historia de la institución. Tantos euros son demasiados euros, tantos que me asalta, de inmediato, la idea de que la lucha es imposible. El atún rojo se extinguirá sin remedio: no hay fuera, en el lado contrario al de los atuneros, nada que pueda oponerse a un negocio de ese tamaño.
Los gorilas de montaña se extinguirán por todo lo contrario: el dinero del eco turismo no puede paliar la miseria de los refugiados, desplazados, parias y desesperados que ven, debajo de su espesa pelambre, la imagen de un suculento filete o de un dinerillo que les basta para dar de comer a su prole un par de meses.
Los japoneses matan ballenas; las empresas europeas les venden, directamente de barco a barco, todo el atún rojo que desparece del mediterráneo como un recuerdo del pasado; los chinos siguen comprando huesos de tigre a precio de oro y las madereras arrasan con millones de hectáreas de bosques y hábitats a la vez que millones toneladas de residuos –mierda pura, mejor dicho – intoxican mares, cuencas fluviales y personas.
El balance que podemos hacer sobre la gestión realizada en ese patrimonio común de la especie que es el medio ambiente es, sencilla y llanamente, penoso. Directamente la hemos cagado y lo que es peor: los efectos de lo ya hecho, aunque desde este mismo instante no hiciéramos más, es suficiente para mantener el daño durante décadas. Eso sin contar con lo que ya no podemos arreglar hagamos lo que hagamos: las extinciones de especies, esas luces apagadas que jamás volverán a encenderse y cuya desaparición es culpa nuestra.
¿Que puede oponer la pobre tierra ante el poder de tanto dinero trabajando en su contra? Nada, absolutamente nada.
Por qué seremos tan cafres?
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