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martes, 12 de abril de 2011

El infinito cotidiano

Fractal de Mendelbrot
Univeros infintos dentro de lo infinitamente pequeño.
Los esquemas con los que nos acercamos a la realidad son tan habituales, están tan interiorizados, que cuestionarlos nos causa una perplejidad absoluta. Cuando alguien pregunta por la longitud de una costa, por la forma en la que se pliegan las capas de nuestro cerebro para ganar superficie o por la manera en la que se distribuyen y despliegan las ramas de un árbol, parece que las respuestas deben ser casi tan amplias como la enciclopedia, pero la realidad es otra muy diferente: la clave está en el nivel de resolución con el que queramos acercarnos a esa realidad.
La longitud de una línea de costa es infinita si queremos medirla con la máxima precisión, pues esa capacidad de resolución implicaría la medición de cada pequeña irregularidad por pequeña que esta sea, de manera que el medidor quedaría condenado a una tarea sin final posible. Esta particularidad del mundo físico, diferente y cambiante según la escala y la aplicación de diferentes magnitudes físicas, es lo que acaba conformando una rama de la física que ha tenido, hace unos años, un momento de máximo esplendor: la teoría fractal. Fractales de constante uno si son líneas, de dos si son planos bidimensionales y de tres si son volúmenes, como los árboles, capilares o pliegues cerebrales pero que, en todos los casos, tienden a completar el espacio disponible hasta el máximo de su potencial.
Los fractales, como el que lustra la entrada y que se conoce como Fractal de Mendelbrot, son conformaciones físicas que crecen y ocupan planos de la realidad de forma ordenada, repetitiva e infinita según un patrón dado.
Por muy pequeña que hagamos la escala con la que vemos la figura, siempre nos parecerá que estamos ante la misma realidad, por muy grande o muy pequeña que sea la escala aplicada, poniendo de manifiesto la imposibilidad física de la medida exacta. ¿Que perímetro tiene la esfera central de la figura? Imposible de cuantificar.
Cuando lo llevamos a su máxima expresión y última consecuencia, lo que nos encontramos es que las magnitudes físicas que creíamos tan limpias, definidas, concretas y ordenadas, se deshacen en una realidad irregular que, en lugar de presentarnos una superficie perfecta susceptible de ser definida, se abre a la imprecisión y a la incertidumbre posibilista que nos obliga a definir la realidad medida como una mera probabilidad de concretar algo en un punto definido y en un momento dado, lo cual implica la aceptación de la realidad como un entorno cambiante, incierto y siempre en perpetua evolución.
Si esto ya era chocante, vamos con la última y divertida consecuencia: si aplicamos esta realidad al conjunto de las dimensiones posibles y pensamos en la que  se sitúa a continuación de las conocidas largo, ancho y alto, el espacio-temporal, ¿podemos asegurar que pasa lo mismo? Curiosamente, si: se acaba de abrir una nueva realidad en los límites del espacio y el tiempo  conformada por la incertidumbre constate que encontramos a la hora de concretar los límites de esa dimensión física en la escala de lo muy pequeño, lo que nos lleva a la aceptación de la existencia de irregularidades en esa dimensión. ¿Que eso es raro? Hombre, tan raro como el nombrecito que le han puesto: espuma cuántica, un exiguo terreno en el que la materia se crea y destruye en un tiempo que avanza y retrocede (si, el tiempo, en esta dimensión tan pequeña, también puede retroceder) dando lugar a anomalías cuánticas cuya última expresión podría ser algo que se ha llamado Big Bang y que, como últimamente se empieza a saber y demostrar, no necesita de mucho más para generarse.
La cosa no ha hecho sino empezar y las primeras líneas de la nueva historia de nuestro mundo se colocan sobre un universo de masa cero que sobrevive negando la realidad que vemos y tocamos entre dos fuerzas inmensas que se anulan: la realidad positiva de la materia y la intangible presencia de la energía de campo gravitatorio. A este paso, nos quedamos en nada y el que inventó aquello de “no somos nada”  se consagra como genio de la física moderna.

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