Sigo reciclando el cuaderno de viaje con un comentario sobre el conjunto monumental de Teotihuacán.
A 50 kilómetros de México se encuentra la historia; los huesos de un pueblo que hace 16 siglos quiso alcanzar el cielo sobre los huesos de los muertos.
La ciudad de los dioses es enorme, con avenidas y plazas de tamaño gigantesco y por encima de ese trazado lineal y matemático, se alzan dos gigantes a los que acompaña una delicada dama de piedra. La pirámide del Sol, 280 metros de lado y 63 de altura se levanta en el medio, con muchos escalones para el poco aire de los 2300 metros del lugar. La pirámide del Sol luce sus huesos descarnados de estuco, como si los huesos de los esclavos que murieron para levantarla recobraran la voz tras siglos de silencio. Es grande, majestuosa y vieja contadora de historias, aunque todavía son muchas las que quedan por contar.
La Pirámide de la Luna parece hecha con la intención de poder contemplar la avenida de los muertos en todo su esplendor, con su trazado perfecto y recto, como pensado para atemorizar a los habitantes de un valle fértil que lograron transformar en un desierto.
Todas las edificaciones sirven a un poder sobrenatural y a él se rinden. Las casas, los enormes estanques, espejos de las estrellas que regían sus vidas.
Obras bonitas, unos conocimientos de los que, otras culturas, tardaron siglos en alcanzar; 200.000 personas cuando Europa no existía apenas y miedo, un miedo que, a pesar del tiempo transcurrido, nos llega al alma y nos impide la alegría completa de unas vistas formidables.
Y la dama de piedra espera, el rostro amable de Quetzacoaltl, la serpiente emplumada, la madre tierra, generosa y amable a la que sus hijos hicieron grande para postergarla luego tras las garras del jaguar. Cuando ese pueblo necesitó el terror, sus jefes militares tomaron el poder y edificaron otra pirámide austera que tapaba el rostro amable de la serpiente emplumada. La pirámide se nos aparece en medio de una plaza – la ciudadela española – formada por los edificios administrativos de los que recibían el diezmo. El pueblo podía ver 365 representaciones del dios incrustadas en las cuatro fachadas, con símbolos del sol, el agua, la tierra y el fuego, los elementos cotidianos de su vida.
Pero la ciudad de los dioses es mucho más; es esfuerzo, calor, ritos ejecutados en la cima del sol mezclando liturgias paganas y cristianas; la inocencia de la pobreza que anhela la intervención divina para arreglar sus vidas. Un pueblo que mira al cielo sabedor de que los que tienen el poder, les olvidan.
¡¡Excelente JuanMa!!
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