Unas benditas y otras malditas; antiguas y poderosas, las sectas dominan nuestro mundo.
Para que todos los lectores lo tengan claro, me acojo a la tercera definición del Diccionario para sentar las bases de este comentario, de manera que si alguien quiere comentar lo comentado, que tenga en cuenta esta circunstancia, que luego me vuelvo loco: Conjunto de creyentes en una doctrina particular o de fieles a una religión que el hablante considera falsa. Bueno, dicho esto, creo que si además dejo claro que considero falsas todas las religiones de las que tengo noticia, puede deducirse que entiendo como sectarios a todos los practicantes o seguidores de cualquiera de ellas.
¿A que viene todo esto? Pues a que estamos en plena época de manifestaciones religiosas de todo tipo que ponen de manifiesto que este país, en contra de lo que dice Benito XVI, le otorga al catolicismo un papel y unos privilegios fuera de toda duda. España regula las fiestas oficiales según lo marca el santoral de la Iglesia, paraliza la actividad de sus ciudades, protege a las procesiones más allá de cualquier duda y hasta hace un cuarto de hora, ponía en el programa de actividades militares eso tan antiguo de presentar armas al paso de las imágenes, tocar el himno nacional y otras monsergas similares. Mantenemos un concordato propio de las guerras medievales y las luchas de papas y emperadores del sacro imperio romano germánico, pero no es bastante, siempre quieren más: lo quieren todo.
Manteniendo las formas, eso si, que en eso son muy distintos a sus primos del Corán (la religión/secta lo impregna todo de tal manera que hasta el programa de Microsoft que genera este texto, me marca el error de escribir la palabra con minúscula: tiene que ser remarcada con mayúscula), que son unos pasados o los seguidores de la tora (curioso esto de Microsoft: a los judíos que les den dos duros, que no se merecen las mayúsculas), tan restrictivos y ajenos al proselitismo ellos.
Estamos dominados por las ordenanzas de las sectas y por el odio acérrimo de los sectarios, que solo se ponen de acuerdo en una cosa: darnos cera a nosotros, los ateos. Y es comprensible, que somos nosotros los que fastidiamos el negocio, los que nunca les damos dinero a ninguno; los que deseamos firmemente que las sectas nada tengan que ver la vida pública y que cada cual se pague sus manías sin esquilmarnos a nosotros.
Hace unos años se podía decir que la religión había sido la causa de muertes y persecuciones, pero lo trágico es que ese tiempo verbal no es adecuado: la religión ES, hoy en día, causa de persecución, muerte, asesinato, ejecución, violación, abusos y todo tipo de desmanes que son perpetrados en nombre del dios más conveniente para los ejecutores. Es cierto que la iglesia romana está perdiendo fuelle en estos enfrentamientos, pero los radicales americanos están listos para tomar el relevo y organizar un buen follón.
El panorama real es ese: no son los sectarios, los seguidores de cualquier religión, los que deben sentirse perseguidos, no: somos nosotros, los que estamos hartos de tener que soportar su intransigencia, su opresiva presencia en nuestra vida y en nuestras instituciones, somos nosotros las víctimas de tantos siglos de superstición.
Llegará un día en el que la humanidad podrá librarse de esas rémoras intelectuales; de esas supersticiones, pero los ateos vivimos aún en los márgenes de una sociedad que sigue torciendo el gesto ante una declaración que debería ser normal y habitual, casi consustancial a la naturaleza racional de nuestra especie. A fin de cuentas, sigo diciendo que todavía nadie me ha presentado al caballero. No he tenido el placer.
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