Los Andes anuncian su presencia con la huella dejada en la imposible llanura de Mendoza. Desde el avión la tierra aparece comprimida, arrugada en líneas paralelas de riscos esculpidos por la fuerza. La visión lejana lo equipara a la arena de los fondos que reproducen las olas de la superficie; pero se nota que es roca.
El hombre se ha peleado en esta tierra y las líneas rectas encierran cultivos y ciudades: todo lo que de artificial tiene la recta queda de manifiesto en la falda de la cordillera cubierta por las nubes. Y tras las nubes, estupor.
Los andes son grandes, enormes y nuevos; muy nuevos. La juventud es arrogante, de líneas limpias, sin matices. Aristas dibujadas a cuchillo sobre cimas imposibles y valles cortados que sobrecogen. Más que sobrecoger, acojonan. Y acojonan de verdad. Yo he volado, en un día claro, por encima de los Pirineos y de los Alpes; pero esto es otra cosa. Es la tierra levantando un puño amenazador, es la revelación de una fuerza incomprensible, es la elevación de la venganza, es la leche.
Sabemos los procesos, sabemos la teoría de las placas tectónicas y la deriva de los continentes; pero imaginarse el surgimiento de estos gigantes, la fuerza, el ruido, la destrucción de esta enorme creación va más allá de lo que podemos imaginar.
El avión salva, como puede, las cimas que se notan cerca, más cerca de lo que gusta cuando vuelas y pasa, una tras otra, las capas de nubes atrapadas por la cordillera. Son tantas que quedan estratificadas en un pastel que se atraviesa a ciegas.
Una vez en Chile, los Andes no son los Andes; se convierten en LA CORDILLERA, con ese la de unicidad, de supremacía que se confirma cuando se pasa por segunda vez.
Un poco más de sol y menos nubes y los picos son más claros, los glaciares más azules y los valles más profundos. Siguen siendo amenazadores, fuertes, sólidos y terribles. Parece que el último grito de advertencia de la tierra se ha solidificado; se ha quedado inmóvil y eterno para recordarnos que el hombre es sólo una pequeña enfermedad en su piel.
Algún pasaremos, pero la cordillera – LA con mayúscula - permanecerá impasible, recordando que un día, hace muchos años, algo le hizo cosquillas.
Mientras tanto, los aviones seguirán rompiendo el paso con respeto y, por supuesto, con los cinturones puestos.
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