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A espaldas de Cuelgamuros, allí donde la Sierra del Guadarrama viene a morir en las llanuras de la vieja Castilla o intentar renacer y unirse a los lejanos picos de Gredos; allí donde la vida se retuerce en los troncos de los pinos que luchan contra la ventisca, el sol y el hielo, hay una antigua asamblea de ilustres que vigilan que todo siga en su sitio, pastorean vientos y árboles y no dejan que los picos cercanos se salgan de madre.
Son vigilantes sabios, ancianos y callados los que se reúnen en la espalda de ese valle maldito por el odio y por la permanente herida de un rejón en forma de lacerante cruz erguida más para avergonzar el orgullo de los que no supieron vencer que para denigrar la derrota de los que no supieron ganar.
Las inmensas moles de granito de Peñas Blancas construyen un paisaje de ensueño, uno de esos enclaves en los que todo es perfecto y no hay posibilidad de mejorar nada. Sus navas se abren al sol del mediodía protegidas del viento del norte por circos altísimos y todo se encuentra en la justa medida, esa que hace que nos entreguemos al silencio y al paso calmo cuando atravesamos sus caminos.
Es un paisaje que tuve perdido muchos años y que me enamoró hace ya casi medio siglo, pero siempre se me aparece renovado y fresco; siempre se ofrece para que lo pueda compartir con esos amigos que, de año en año, se dejan liar para comernos algo en sus praderas.
Aviso a los navegantes: hay paisaje nuevo y muy cercano, así que a la vuelta de septiembre, la ONU volverá a convocar picnic en esas navas nuevas que todavía no he podido compartir.
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