Un visión más completa de la misma realidad.
El mundo, visto desde las dos ruedas de una moto, cambia sustancialmente y se nos ofrece más auténtico, más real. Es como si, desprovisto de todo lo que no es esencial, nos mostrara mucha más verdad que la que enseña a los habitantes del mundo de las cuatro ruedas. Enlatados dentro del coche, el paisaje que vemos se nos aleja y escapa, esconde olores y sensaciones que, en la moto, nos ayudan a vivir la realidad de una forma más auténtica y reconocible.
Con las ideas sucede lo mismo: sin ninguna de las distracciones que emanan de la radio o de la música, que nos asaltan y condicionan, la cabeza se descubre capaz de buscar la raíz misma de la idea y el pensamiento. Autista bajo el casco, protegido del exterior y de lo superfluo, las ideas buscan el centro con precisión de cirujano.
Pensar en las cosas mientras las ideas se refrescan por el aire que les llega es algo bueno y positivo: se llega mejor al objetivo, la maleza, que tanto oculta y confunde, desaparece y todo se nos muestra más sencillo y asequible. Es posible que la sensación de libertad que nos transmite la fuerza del motor tenga algo que ver con ello, pero puedo asegurar que cuando en mi cabeza bailan ideas y soluciones distintas y no muy claras, un buen trayecto en moto me suele brindar perspectivas novedosas y creativas.
Y por encima de todo, la luz; una luz que nos acoge, nos envuelve y nos engaña para hacernos pensar que el camino es infinito y nos pide ser seguido hasta el final imposible. El coche sólo es un medio, un instrumento, pero la moto se junta con el viaje para ofrecerse como un fin en si mismos; nos seducen con sus sensaciones y cada curva, cada paisaje, nos permiten descubrirlos siempre nuevos, cambiantes, con tonos siempre diferentes.
Pensar sobre dos ruedas es pensar en lo esencial, en lo más importante y eso es bueno; siempre es bueno.