¿Es posible despreciar la tierra que alberga algo tan bello?
No seré yo, desde luego, el que lo haga.
Mi estimadísimo, y muy andaluz él, amigo José Manuel, ilustra mi entrada “La Saeta” con algo más que la solicitada información acerca de tronos y pasos que yo le había sugerido. Amablemente, me proporciona muchos datos y un buen revolcón por haber caído en el manejo de viejos tópicos sobre Andalucía y difundir una imagen de intransigencia rayana con el racismo o xenofobia hacia esa comunidad autónoma.
Como la afrenta es grande, mi defensa deberá ser buena, pues el rapapolvo ha sido de los gordos. En primer lugar, quiero dejar clara mi natural convivencia con todas las comunidades del estado sin excepción, con las que mantengo una relación igualitaria. Si acaso, y reconozco mi conocida debilidad, me decanto por Asturias como mi sueño particular y donde me encuentro especialmente en armonía con el entorno.
Dicho esto, entiendo que el manejo de estereotipos es universalmente injusto y dañino para la verdad, pero es que Andalucía sufre tantos, y se ha dejado colgar tantos, que es complicado evitarlos. Andalucía, para mi, es una tierra que acumula historia, sabiduría y que se relaciona con la vida y su devenir con una actitud antigua, previsora y experimentada por las muchas invasiones, tránsitos, permanencias y recuerdos de culturas que pasaron, se fueron y que dejaron una especie de memoria genética a la que concedo enorme superioridad sobre mi visión cosmogónica del mundo social y natural.
El andaluz es capaz de hacer y decir lo contrario de lo que dice y hace con una naturalidad asombrosa exenta y ajena de la idea de engaño: es su forma de mantenerse distante de los problemas que la radicalización acarrea. ¿Para qué enfrentarse, discutir y entrar en tensión por algo que no supone un cambio radical en nuestra vida? No seamos tontos y no le demos la espalda al disfrute, que no merece la pena.
Desde mucho antes de que los romanos obligaran a sus habitantes a aceptar la toga, por sus campos ya habían pasado varios pueblos dejando huella; pero de Andalucía salieron grandes aportaciones al imperio que, como Trajano, Adriano, Séneca o Columela (sólo 4 de los miles), aportaron estética, sabiduría y una concepción armoniosa de la vida que concedía al hombre la capacidad de integrar trabajo, elegancia, disfrute, contemplación y acción como partes de una vida completa. César conoció la eficacia de ese método en la persona de su mejor administrador: un gaditano llamado Balbo que le arregló el caos financiero con el que llegó a gobernar su provincia como procónsul.
Tras ellos, el esplendor árabe de Córdoba, de Sevilla, de Granada y de una cultura que dejó su huella en forma de campos cuidados, regadíos y veneración por el verde, la luz y el agua plasmados en el milagro de la Alhambra y las bibliotecas desaparecidas.
Andalucía y los andaluces saben quedarse al margen de lo que no es bueno, de lo que no genera buenas sensaciones. Andalucía y los andaluces llevan el escarnio de una estructura social que ha mantenido, y mantiene, una forma de entender la sociedad realmente perversa que ha contaminado otras facetas de la vida y que, probablemente, busca sus raíces en la degeneración del clientelismo romano; pero eso es otra cosa.
Mi acercamiento a lo andaluz, lejos del racismo del que me acusan injustamente, se hace desde el reconocimiento de la superioridad de aquellos que todavía saben resistirse, sin enfrentamientos frontales, al orden impuesto que nos esclaviza a todos. Luis de Góngora, poeta andaluz y más cosas, escribió:
¡Que se nos va la Pascua, mozas!
¡Que se nos va la Pascua!
Por eso, mozuelas locas,
antes que la edad avara
el rubio cabello de oro
convierta en luciente plata,
quered cuando sois queridas,
amad cuando sois amadas;
mirad, bobas, que detrás
se pinta la ocasión calva.
¡Que se nos va la Pascua, mozas!
¡Que se nos va la Pascua!
Que es una forma bella de darle cuerpo y doctrina al romano “carpe diem”, más pensado para la negación del ocio que para ese bello disfrute que nos propone “el poeta entre dos platos”, tan enemigo de Quevedo y reiterada víctima de sus pullas.
Un pueblo que es capaz de organizarse quedando “a las 8 para las 9”; que trabaja como un negro con temperaturas propias de plazas empleadas para el destierro; que torea sus problemas con trabajo y con humor; un pueblo capaz de generar un movimiento anarquista y proletario enorme, activo y extendido mientras convive con tradiciones que, más que como patrimonio de la Iglesia y la estructura Vaticana, sienten como herencia de sus padres y mayores; un pueblo que ha sido capaz de “entenderse con dios” a su manera mientras dejaba que cada cual pensara lo que quisiera; es un pueblo al que le reconozco una enorme superioridad sobre mi cuadriculada, ajena y domesticada forma de ver y vivir la vida.
¿Satisfecha y reparada la ofensa?
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