Introducción: un buen amigo del otro lado del charco me comenta la deriva que empieza a tomar el debate sobre la libertad de prensa en Uruguay ante el abuso de determinadas televisiones a la hora de informar en la crónica de sucesos. Vamos, que intentan que la gente pueda mojar pan en la sangre.
El hombre es un animal social cuya memoria colectiva es flaca, selectiva y un poco falta, de manera que lo cotidiano suele mantener una tendencia absurda hacia la repetición de los pasados errores confundiendo los todos y las partes con una displicencia rayana en la temeridad.
Viene esto a cuento de la dirección ideológica que se viene observando en las intervenciones de este grupo y que, sinceramente, no esperaba reconocer en el mismo. Si atendemos al nombre de “vieja guardia periodística” nos podemos hacer idea de que la composición mayoritaria –allegados como yo mismo aparte – viene determinada por periodistas que han tenido que desarrollar su labor en medio de aguas tormentosas, con la libertad de prensa cercenada, con gobiernos dictatoriales y cuya vocación de informar, de contar las cosas que estaban pasando, se veía impedida y perseguida día tras día. En España, con algunos años de anticipación, vivimos algo semejante y fueron muchos los caídos –digo bien, caídos – en la lucha por liberar de cadenas a la palabra, bien en medios de comunicación, libros o reuniones. En esas épocas y en esos países se honraba a la libertad de prensa en su conjunto, sin matices, sin trabas, sin definiciones previas, sin disquisiciones sobre rayas, límites o fronteras. ¿Acaso alguien recuerda que la prensa bajo las dictaduras militares del cono sur soñara con la libertad de prensa pero cuidando de no excederse en ella para no caer en el libertinaje? Creo que semejante sueño hubiera sido tildado de colaboracionista timorato, domesticado y paniaguado.
La libertad de prensa tiene muchos enemigos, demasiados, como para soportar el sabotaje desde dentro: dinero, política, intereses religiosos, presiones sociales, orgullo personal y otros muchos enemigos apuntan a la cabeza de cada periodista que escribe, comenta o informa. Para hacerlo bien hay escuelas, libros de estilo, experiencia, jefes de sección y de redacción, consejos de edición y un infinito “conducto reglamentario” que debería velar para que los contenidos publicados tuvieran calidad, veracidad y estilo.
Dicen algunos, repetidos con tenaz insistencia desde hace siglos, que esa libertad genera libertinaje, decadencia, incultura, masas descreídas y sin objetivos morales y un largo rosario de consecuencias nefastas. Hace siglos que contra esas consecuencias se aplicaban remedios que estaban relacionados con el fuego y su curiosa costumbre de convertir en carbonilla cualquier mala idea surgida de la cabeza del “librepensador” de turno, pero eso debería haberse terminado por mucho que amenace con querer adueñarse, de nuevo, de plazas y países.
La libertad conlleva, afortunadamente, errores y esos errores se corrigen mediante la sencilla aplicación de las leyes civiles que imperan en las sociedades democráticas. ¿Qué alguien trasciende los límites establecidos? Existen tribunales, jueces y leyes que velan para que todo vuelva a su cauce. El remedio es sencillo y además, podría contar con una ayuda gubernamental que se le niega sistemáticamente: una sociedad decidida a convertir la inversión en educación pública en un objetivo irrenunciable y prioritario de la acción de cualquier gobierno. Con una sociedad educada y capaz de generar y mantener sus propias ideas y criterios, el mando a distancia se convierte en la mejor legislación contra la mala información, contra el abuso de las televisiones y contra casi todo. Sencillo, ¿no?