En Montevideo, por la noche y en la madrugada, el viajero se sorprende con un sonido olvidado. El “clop-clop” de los cascos de un caballo que arrastra el carrito donde se acumula el cartón, los muebles vencidos y una gran parte de la miseria de la ciudad.
Son caballitos humildes, de la raza que olvidó el orgullo bajo el recuerdo del palo. Son el último eslabón de la pobreza, la encarnación de la moderna esclavitud; pero inconscientes.
Mientras la ciudad cambia y se hace más bella; mientras la rambla se abre al paseo y al sol de otoño; ellos nos recuerdan muchas cosas que no se pueden olvidar.
Es posible que esos humildes caballitos, de andar cansino cuando vuelven a unas cuadras que no llegué a conocer, tengan el secreto de la amabilidad de la ciudad. Sólo es posible, pero me gusta pensar que una ciudad que no ha perdido a los caballos es una ciudad que se acuerda de que tiene que estar al servicio del hombre, que sabe guardar el secreto de la Plaza de Zabala con sus bancos al sol, sus perros, sus niños y sus viejos.
Montevideo debe saberlo, pues el sonido de sus caballos se metió por derecho en una pieza publicitaria que, con orgullo, quiso rendir homenaje a sus miserias; quiso reconocerse en todos sus habitantes sin excluir a nadie.
De esa intención, basada en el sonido de los cascos de un pobre caballo cansado, nació el Grito del Canilla, homenaje a todo un pueblo que quiere ser grande sin olvidarse de nadie.
Es posible, sólo posible, que no se pueda ser más grande.
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Se oye el sonido de los cascos pero a través de ellos se puede adivinar todo un mundo de lucha y sufrimientos. No conocen otro mundo y tal vez sea mejor para ellos seguir así. Conservan la serenidad de un ambiente que todavía tiene mucho de limpio.
ResponderEliminar23-03-2010 A.M.