17 octubre de 2009
Desde hace siglos se sabe que el tiempo no es una magnitud estable, como lo puede ser el peso o la longitud. El tiempo tiene algo mágico que le permite cambiar, prolongarse o reducirse; intervenir en nuestras vidas y darles una cualidad diferenciada que nadie puede controlar.
Desde hace siglos se sabe que el tiempo no es una magnitud estable, como lo puede ser el peso o la longitud. El tiempo tiene algo mágico que le permite cambiar, prolongarse o reducirse; intervenir en nuestras vidas y darles una cualidad diferenciada que nadie puede controlar.
Por mucho que nos empeñemos, el tiempo se encarga de mantener su libertad y su capacidad de presentarse no ya como un Jano Bifronte, sino como un ente nuevo a cada segundo. El tempo nos ha ido marcando y además, es único en cada cultura y en cada actividad humana. El tiempo nos ha configurado y todavía, cuando el tiempo cambia sin que nos dé tiempo a cambiar con él, nuestras vidas se resienten y nuestros cuerpos protestan.
El tiempo de la niñez es uno; largo, eterno; sin posibilidad de abarcarlo. Los tres meses del verano daban para llenar vidas enteras. Hoy el verano es apenas un suspiro de sudor entre dos reuniones, aunque nuestro cuerpo y nuestra memoria sigan reclamando el espacio de aquellas noches de lectura y de amor pegajoso bajo los cielos serenos de cualquier costa. No, el tiempo se nos ha acortado en la misma medida en la que han crecido los recuerdos. El tiempo era largo cuando lo por venir era largo y hoy, que es más lo que ha pasado que lo que queda por pasar, el tiempo parece despreciar ese periodo y se precipita corriendo con prisa hacia el final.
El tiempo de las civilizaciones también ha cambiado, se ha hecho más violento, más atropellado, como si tuviera prisa y no quisiera que nos perdiéramos en tonterías antes de mostrarnos el final. Escribo esta nota de hoy en el mes de Octubre, sentado al sol de un otoño seco y ardiente que me ha hecho acordarme de la angustia del agricultor que sigue esperando las lluvias de la temporada; esas lluvias que se harán grano en Junio y sin las que la vida amenaza ser más dura todavía. Me he acordado de ese campo reseco y me he dado cuenta de que nadie, absolutamente nadie de los que yo conozco, ha dedicado ni un solo pensamiento a ese agua que no llega Todos se han separado de la tierra como si esa tierra sólo fuera un lugar que ver en vacaciones. Hace siglos, ya se hubieran sacado a los santos de paseo procesional para invocar las lluvias, pero hoy miramos al sol y sólo pensamos en que es un buen día para pasear y disfrutar de los primeros paisajes del otoño. El tiempo del campo se mide en meses, en estaciones, en aguas y en sequías; en sabiduría de siglos.
¿Dónde está la medida del tiempo urbano? ¿En qué unidad medimos la vida de nuestra cultura? La Inglaterra del imperio vivía pendiente de los Trade Winds que permitían el comercio de los barcos: los mercados latían, expandiéndose y contrayéndose conforme los muelles rebosaban mercancías de ida o de vuelta. Hoy nadie, ni en los sitios de costa, puede localizar los alisios o identificar un viento portante con un destino, un producto o un beneficio.
Me da lástima esa pérdida; ese vivir de espaldas a la esencia de nuestra identidad. Por un lado corremos porque nuestra sociedad es antigua, como muestras propias vidas, pero hay una diferencia clara: nosotros podemos recordar y recrear, mientras que esta cultura actual se ha convertido en una amnésica, en un enfermo de Alzheimer que mantiene el automatismo de sus pasos sin saber de dónde viene ni a dónde quiere llegar.
Me encantaría que algún día, en algún lugar de algún país, un niño se preguntara de donde sale el pan y algún abuelo le pudiera contar de los surcos y las nieblas, de la siembra y de la siega; de las fiestas en la era con el grano durmiendo en los graneros. Me encantaría que ese niño volviera a emocionarse leyendo el Niño Yuntero y supiera de qué nos habla Miguel Hernández; que recordara la angustia por la ausencia del marino y la felicidad de la abundancia en la cosecha. Me encantaría que ese niño almacenara recuerdos y emociones, pero me temo que a ese niño le va a tocar vivir sólo los cambios sin poder detenerse a recordar que hubo un tiempo en el que el tiempo fue largo, las noche propicias para el amor y las estaciones pasaban dejando olores, sabores y corazones henchidos de vida.
Tampoco es igual el tiempo para todas las personas.El de los jóvenes se desliza con prisa por una pendiente que, al final nos lleva a todos a las mismas conclusione. Disfrutarlo, saborear lo que encierra, lo que nos recuerda, lo que nos promete, lo que nos ha robado y lo que nos ha regalado... Pisar la tierra húmeda, por ejempplo. 27-02-2010 a.m.
ResponderEliminarEn la vida de las personas el tiempo se mide por etapas. Cada una de ellas encierra dís. messo o años y un día, sin sabeer por qué, nos damos cuenta de que no hemos sabido saborea lo bueno del tiempo tal coo lo medían nuestros antepasados. Guardamos en nuestra memoria, sensaciones, visiones relámpago de una atardeceros , de una tormenta en lo alto de una montaña , del color del mar en una isla paradisíaca, el placer de sentirnos acariciados porp por las olas en baños inolvidables, del olor de un campo de trigo mojado por la lluvia. La vida nos ha impuesto vivir a toda prisa, velozmente y ahora el tiemp nos dice "basta". Te lo regalé todo y no supiste aprovecharlo.
ResponderEliminar28 de Marzo 2010 A.M.