De la pública imagen de los personajes públicos
Hace tiempo que mantengo que dar el paso para cruzar la raya que separa la persona del personaje es una acción arriesgada. Hacerlo con seguridad implica la certeza de que el personaje creado está a la altura de lo deseado y deseable, pues puede ocurrir que el recién nacido nos salga rana y arruine la trayectoria profesional de la, hasta ese momento, desconocida persona.
La introducción deviene de la lectura de un titular encontrado en el que se da cobertura a un fallo judicial, contra la viuda de Camilo José Cela, referente a la administración de la herencia del escritor. El caso de Camilo José Cela, junto a los de Sánchez Dragó y Fernando Fernán Gómez son un paradigma de lo que digo, pues sus deleznables personajes públicos consiguieron, y consiguen, alejarme de sus obras o contemplarlas con menos admiración de la que obtendrían de no haber conocido sus caras.
España es un país que exige mucho a sus gentes y no admite que un escritor sea simplemente eso, escritor. Lo normal sería pensar que alguien que dedica su vida al silencioso y autista ejercicio de la literatura no sea especialmente afín a los focos y exhibiciones públicas. Pues no: el escritor debe multiplicarse, ser ocurrente y sagaz; debe dominar una multitud de disciplinas y ser tan capaz de sentenciar sobre la calidad del último lanzamiento editorial como de dictaminar sobre lo adecuado de la energía nuclear.
De la misma manera que los tertulianos diplomados lo son en función de su incapacidad para reconocer que, de determinados temas, no tienen ni la más remota idea, los escritores que se sobreexponen acaban dando una idea de pedantería, soberbia y fatuidad que me condiciona enormemente a la hora de recrearme en el disfrute de sus libros. El ejemplo más claro se refiere a Sánchez Dragó y a su historia mágica de España, obra que quiero leer desde hace años y que se me atraganta entre las manos cuando, al atacar las primeras líneas, se me aparece la cara del autor y me acuerdo de sus majaderías. Otro tanto puede decirse de ese deleznable personaje en el que se convirtió el nobelizado Cela, escritor con el que he disfrutado como una vaca en una pradera y cuyas últimas obras no pude llegar a leer. Una lástima, pero es así.
¿Moraleja? Hombre, no demasiadas, pero si recomendaría a los posibles afectados por esa fiebre que tengan en cuenta que su actividad central es una y que lo accesorio puede llegar a pesar más que lo trascendente a la hora de mantener el chiringuito. Por otra parte, tampoco hay que exigirse tanto y repensar lo que constituye su verdadero trabajo y el esfuerzo que conlleva. ¿Es lógico pedirle a alguien que llega a tardar horas en redondear un párrafo que improvise, como una ametralladora, frases inmortales? Creo que, además de no ser lógico, es inhumano. A ninguno se nos ocurriría forzar nuestra vida hasta el extremo de ser, a la vez, velocista y corredor de fondo, de manera que mezclar dos tipos tan distintos de comunicación, unidireccional una e inmediata e interactiva otra, no deja ser un contradiós, que dirían en los pueblos.
El ejemplo contrario a lo que estoy comentando podríamos encontrarlo en los Delibes, Eduardo Mendoza y pocos más, pues hay otros grandes que corren el peligro de deslizarse a la zona oscura como Vargas Llosa, García Márquez y Muñoz Molina . Sinceramente, me gustaba más la imagen del escritor respetado y desconocido por otra cosa que no fueran sus libros, ese escritor considerado “maestro” por todos y cuyas ideas sobre la política diaria o sobre la rabiosa actualidad no eran ni conocidas, ni deseadas.
Me da una enorme pena que alguien capaz de escribir “Mazurca para dos muertos” acabe en la picota del rechazo por unas opiniones que no aportan nada, que no son imprescindibles y que sólo sirven para dividir. Por otra parte, bastante tenía ya el hombre con sus oscuros procederes de las peores épocas del franquismo, así que abusar de la amnesia de los lectores acabó pasándole factura. Sánchez Dragó arrastra su histrionismo y su mala baba resentida por los pesebres del PP y de los otros dos, muertos ya, poco hay que decir. Recordemos la genialidad y la calidad de sus trabajos y olvidemos los nefastos personajes creados por ellos que consiguieron devorar, en vida, la grandeza de sus creadores.
La sabiduría popular aconseja que los zapateros se centren en sus zapatos, máxima a la que no tengo nada que añadir.
Pues eso, cada uno a lo suyo.
Buenas noches.
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