Es invierno y desde hace días las nubes se han instalado en nuestras vidas dejando su rastro de lluvia, nieve, niebla y languidez. Este es un invierno de agua un poco anormal en la zona, más dada a los otoños lluviosos y los inviernos secos, duros, acerados de luz diáfana y seca.
Hemos estado grises y oscuros, pero ayer el invierno volvió a mostrarse radiante y nos regaló un día de calendario, de esos en los que las últimas horas de la noche ya prometen un amanecer de radiante luminosidad. Y amaneció como a todos nos gusta ver amanecer, con horizontes claros, aire limpio, seco y frío, sin apenas una brisa que rompa la inmóvil visión de las hojas escarchadas anticipando la llegada del sol.
Son días que habría que poder guardar; días en los que el sol ilumina primero las lejanas cumbres de la sierra del Guadarrama, para dejarnos ver a las nubes arrastrándose por la ladera sur una vez que consiguen coronar las cimas de los montes. Es un espectáculo brillante y hermoso y cuando más enganchados nos tiene mirando las lejanas alturas, un sol de hielo nos empieza a llamar la atención con leves golpes en el hombro o en la espalda.
Es ese sol y esa luz que encontramos en los cuadros de El Prado contemplando la vida de la Villa y Corte y que nadie que no lo haya visto, sentido y vivido podrá pintar jamás: es el sol de invierno en la meseta; el sol que nos habla de que el invierno pasará y la vida volverá por encima de los hielos y la escarcha. Es el sol que anticipa un verano de hierro sobre las peladas rocas y que secará las encinas hasta las raíces.
No soy persona que crea necesitar muchas cosas, pero cuando tengo la suerte de vivir un amanecer como el que intento describir y luego me subo en la moto con el aire bajo cero intentando helarme la cara, me doy cuenta de que esos días significan mucho en mi vida y que, de no tenerlos, es posible que llegara a necesitarlos mucho más de lo que ahora mismo creo.
Combinar esa calma del amanecer con el inmediato trayecto en moto es un regalo que me hacen los cielos y que agradezco en cada ocasión que tengo la suerte de vivirlos.
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El sol reflejado en la escarcha prendida en los espinos es una visión que guardo de mi estancia en el Pirineo Aragonés. Nunca he vuelto a vivir un amanecer tan frío y tan perfecto. La Naturaleza me regaló una visión parecida a la que tú, con tanta emoción y buen estilo describes.
ResponderEliminar24 de Marzo de 2010. A.M.