Felicidades
Personalmente, la Navidad es una época que siempre me ha movido más a la reflexión que a la euforia, exceptuando el día de Reyes, auténtica exaltación de la ilusión.
En estas circunstancias, las felicitaciones al uso nunca me han acabado de llenar, siempre me han parecido falsas y demasiado estereotipadas, ajenas por completo a mi estado de ánimo.
Es por eso que he optado por salirme de la norma y ponerme al margen, compartiendo algunas de las reflexiones e ideas que me han ido surgiendo a lo largo del año.
Aseguro que en los próximos días todas ellas me acompañarán como una sombra, abriendo un espacio entre lo íntimo y lo público; estado al que Begoña denomina como “profesional”, expresión que refleja una cierta “presencia / ausencia” que algunos, los más cercanos, ya conocen.
El título nace de las ideas que me van surgiendo en el tiempo muerto pasado en el autobús, oyendo la radio y que, al llegar a casa, se plasman en estos sueltos. Como añadido, algunas de las ideas se han presentado a la luz de lo que me he ido encontrando en los viajes, momento en el que el paisaje y el paisanaje me colocan ante sensaciones que me obligo a reflejar. Los comentarios no mantienen ningún orden, sólo el derivado del más puro orden alfabético al que se obliga la informática.
En fin, poco más: desearos unos días tranquilos, sin demasiadas broncas y que la Navidad pase dejando a cada uno lo que más le apetezca.
AVISOS
En los últimos meses estamos contemplando el desarrollo de diversos sucesos que, analizados uno a uno, parecen surgir y morir como fenómenos aislados, inconexos, carentes de sentido y de finalidad común. Es posible que los grandes cambios de la historia hayan sido vistos de la misma forma por aquellos que convivieron con ellos, ignorantes de lo que estaba pasando hasta el momento del clímax, asociado, casi siempre, con una representación final muy adecuada y simbólica: la toma del palacio de invierno, la caída de una cabeza en las plazas de París etc.
Esta posible ignorancia me preocupa y quizá estoy buscando orden en lo que sólo es caos y, como Kepler, busco al relojero universal tras el desenvolvimiento de las leyes físicas que rigen los movimientos del universo. Es posible que la postura sea algo paranoica, pero no creo que los fenómenos sociales se agrupen de forma casual, sobre todo cuando hay indicadores que nos llevan, una y otra vez, al mismo destino.
La globalización nos ha pillado huérfanos de manual, no hemos sabido manejar sus inicios y dudo que sepamos organizar su expansión y su consolidación. Los organismos financieros son globales hasta el momento de hacer frente a una crisis; entonces se metamorfosean milagrosamente en locales. El Banco de Santander se publicita como un gran banco internacional hasta que los argentinos acuden en masa a reclamar sus depósitos. Justo en ese momento se revela la existencia de una sociedad independiente que debe afrontar la crisis en solitario y no puede acudir a la casa madre a pedir dinero. Como siempre, el que menos pierde es el Banco, aunque pierda mucho y no todo, como los pobres confiados que depositaron sus fortunas atraídos por una entidad “globalizada”. Pero esto no sólo ocurre en el tercer mundo, si es que Argentina puede admitir esa clasificación, algo que niego tajantemente: en los estados unidos suena la misma música acompañada por un baile distinto.
Los escándalos financieros han reunido a lo mejor de cada casa, auditores y auditados, presidentes y vicepresidentes en un mejunje que tiene tufo de estafa intergaláctica. Sin una fuerza opositora que equilibre la balanza, el mercado se ha convertido en ese dios beatífico autorregulado que compite para satisfacer a los consumidores ofreciendo duros a cuatro pesetas en beneficio de una sociedad mejor y más justa. Y nosotros nos lo tenemos que creer por muchas cosas: porque no hay nadie que levante la voz en contra de ese esquema; porque defender lo contrario está pasado de moda, como si las posturas morales, éticas o filosóficas pudieran estar sujetas a algo tan consumista y tan “de mercado” como la moda y sobre todo, porque oponerse cuesta. Cuesta esfuerzo, cuesta elaborar un pensamiento propio – lo de acudir al supermercado del pensamiento único es muy cómodo - y cuesta, o puede costar, tener que afrontar las represalias del sistema.
Occidente vive aislado en su esplendor pensando que tiene la llave de la verdad y que el resto del mundo sólo tiene una solución: aceptar la medicina de los ricos. Como grandes terratenientes españoles que despedían a los jornaleros del 32 con el despectivo “¿Tenéis hambre?.Pues comed república.?” Los estados ricos les dicen a los estados pobres: ¿tenéis subdesarrollo? Pues adorad al mercado. Lo que no sabemos es si ese inmenso mundo, ese enorme primer mundo de pobreza y humillaciones, está preparando una butifarra enorme que acabe estrellando el puño en nuestra cara. Casi seguro que nos lo habríamos ganado a pulso.
Boda
Escribir sobre la boda de El escorial parece obligado, pero no creo que aporte grandes cosas. La corriente dominante – y la no dominante – han cerrado filas en el silencio y parece que nadie, desde la oficialidad, quiere airear más el asunto.
Esta boda ha sido un baño de caciquismo, de ostentación palurda y sabores rancios, propio de la caspa mesetaria imperante en la Castilla decimonónica de señoritas de ciudad. Ha sido una boda de visita de domingo y pastas pasadas; de criada de toca y salón de recibir.
En esta boda no ha habido nada acorde con la modernidad de nuestros días. Todo, pero todo todo, se ha hecho a la antigua, como si Clarín hubiera escrito una boda en Vetusta para dejar fijados los cánones de lo que tiene que ser. Me espanta que todavía haya alguien que entienda que es normal comportarse así; que deseen que el modelo se extienda y prolifere el horterismo social hasta esos extremos.
Por otra parte, esta boda ha fijado un máximo, el punto culminante, el metaéxito: por fin la derecha ha recuperado el lugar que el orden natural de las cosas había determinado para ellos. Fueron años duros, pero, con esta boda, se ha cumplido la venganza. La derecha manda, impone y marca los precios de la deuda. La derecha toma los símbolos y los utiliza: desde El Escorial, símbolo de la historia hasta el Rey, deudo de buenas relaciones con el enemigo, tienen que someterse en aras de una buena educación que no ha tenido Aznar.
La normalidad que reclaman los voceros del régimen sólo les afecta a ellos: a la derecha, a los ricos. A todos los demás nos produce rechazo, incomprensión y asco. Cuando las parejas buscan pisos donde Cristo perdió los clavos, cuando los jóvenes no pueden irse de casa atados por el paro o los contratos basura, la derecha nos presenta una boda de más de mil invitados bajo el cristal de la normalidad. Vayan ustedes, con perdón, a escardar cebollinos.
Cascos
En Montevideo, por la noche y en la madrugada, el viajero se sorprende con un sonido olvidado. El clop-clop de los cascos de un caballo que arrastra el carrito donde se acumula el cartón, los muebles vencidos y una gran parte de la miseria de la ciudad.
Son caballitos humildes, de la raza que olvidó el orgullo bajo el recuerdo del palo. Son el último eslabón de la pobreza, la encarnación de la moderna esclavitud; pero inconscientes.
Mientras la ciudad cambia y se hace mas bella; mientras la rambla se abre al paseo y al sol de otoño; ellos nos recuerdan muchas cosas que no se pueden olvidar.
Es posible que esos humildes caballitos, de andar cansino cuando vuelven a unas cuadras que no llegué a conocer, tengan el secreto de la amabilidad de la ciudad. Sólo es posible, pero me gusta pensar que una ciudad que no ha perdido a los caballos es una ciudad que se acuerda de que tiene que estar al servicio del hombre, que sabe guardar el secreto de la Plaza de Zabala con sus bancos al sol, sus perros, sus niños y sus viejos.
Montevideo debe saberlo, pues el sonido de sus caballos se metió por derecho en una pieza publicitaria que, con orgullo, quiso rendir homenaje a sus miserias; quiso reconocerse en todos sus habitantes sin excluir a nadie.
De esa intención, basada en el sonido de los cascos de un pobre caballo cansado, nació el Grito del Canilla, homenaje a todo un pueblo que quiere ser grande sin olvidarse de nadie.
Es posible, sólo posible, que no se pueda ser más grande.
Control y descontrol
La propuesta de mantener el registro de los envíos realizados desde un correo electrónico por todos los usuarios europeos durante un año intenta responder, de una forma demasiado lineal, a un problema muy complejo.
En primer lugar, cabe preguntarse si el correo electrónico debe mantener el status de privacidad aplicado a las comunicaciones telefónicas y al correo ordinario. Si es así, nada más simple que aplicar las mismas excepciones legales que los Jueces pueden disponer en las escuchas telefónicas y en otros controles legales. Si alguien es sospechoso de algo, que la fiscalía solicite la intervención de sus comunicaciones globales y aquí paz y después gloria.
Es cierto que internet es una poderosa herramienta al servicio de lo bueno y de lo malo, pero las normativas legales y la escala de valores aplicables en el ordenamiento jurídico no pueden verse alteradas a la baja con esa excusa.
Es más cierto que el 11 S ha puesto boca abajo muchas cosas y que los americanos están dispuestos a renunciar a gran parte de los derechos civiles a cambio de la seguridad, pero yo no. Que se apliquen las garantías cívicas a cuantas actividades puedan realizar los ciudadanos, pero que no se restrinjan nuestros derechos en virtud de no se que oscuros principios.
Si los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla, hay que recordar constantemente a los olvidadizos que este tipo de restricciones se han aplicado, habitualmente, en regímenes policiales y dictatoriales. Que los nazis, la KGB y los fascistas apelaban al bien común y a la seguridad nacional en un discurso paralelo. Hay que recordar que las garantías procesales y los derechos individuales son sagrados y definen un modelo de convivencia social que ha costado mucho edificar, levantar, mejorar y mantener. Hay que recordar que los peores ataques al sistema han tenido origen en el sistema mismo y desde dentro; que el silencio es, por definición, cómplice y culpable de las peores atrocidades.
No quiero despertarme un día y descubrir que mi abstinencia se ha convertido en aquiescencia para el reinado del Gran Hermano, que mi pasividad ha alimentado el valor de la bestia y que algún oscuro funcionario se lucra o regodea con mi intimidad. Ya me fastidia que las grandes empresas comercien con mis datos y direcciones particulares, que mi buzón se vea sometido a un bombardeo de información comercial no solicitada, que la administración facilite los datos de las empresas recién formadas para que puedan recibir todo tipo de publicidad, de forma que, con la experiencia acumulada, puedo asegurar que el remedio será peor que la enfermedad.
El posible daño evitado se verá sobrepasado por el daño causado y veremos que, para cerrar la puerta de un delito, habremos hecho un enorme boquete en el muro del edificio social.
El origen de las peores perversiones se mantiene inmutable y todos los pedófilos parten de la necesaria creación de una situación real. Ese es el origen que hay que controlar pues nadie puede transmitir un video que no se ha realizado ni una violación que no se haya producido físicamente. Echarle la culpa al medio de transmisión y no al origen de la misma, no deja de ser un maquillaje para ocultar el verdadero origen de la medida: Internet es un medio libérrimo y eso, digan lo que digan, es lo que jode. Llevan años buscando la forma de cercenar esa libertad y mucho me temo que, al final, lo conseguirán.
22 de agosto de 2002
Cuna y Fortuna
La desaparición del mundo comunista y sus consecuencias nos ha dejado, de alguna manera, huérfanos de contrapunto ideológico. Lo habitual, en los procesos de análisis y reflexión, es comparar las distintas realidades en función de los puntos de vista ofrecidos por los contrarios. El Ying y el Yang, la acción y la reacción: lo positivo y lo negativo.
El discurso imperante, que intenta restringirnos al crepúsculo de las ideologías y al pensamiento único, elimina alternativas viables a una velocidad quizá excesiva, de forma que cada individuo debe orientar sus criterios sobre modelos unipersonales; muchas veces ajenos a cualquier sistema reconocido.
Sobre este plano de pensamiento, no he tenido más remedio que buscarme algunos puntos de anclaje; refugios en los que encuentro cierta seguridad a la hora de elaborar mis propias actuaciones. Será simplista y un poco infantil, pero me funciona razonablemente bien y me ayuda a sostener cierta postura ética ante los acontecimientos.
Desconozco si este tipo de seguros son homologables, ni siquiera aspiro a ser “políticamente correcto”, pero si estoy comprobando algo: que lo importante no ha cambiado, que determinadas diferencias se mantienen y que las leyes de la acción y la reacción conservan toda su vigencia en los movimientos sociales. Parece claro que la corriente dominante hoy proviene de la reacción: retroceden los avances sociales en occidente, los sectores más conservadores de la Iglesia toman posiciones claves y los presupuestos nacionales buscan el equilibrio a costa de lo que, en otras épocas, se consideraba prioritario para la colectividad.
En España vivimos un momento en el que la educación y la sanidad pública pierden terreno frente a los modelos privados; se cuestionan y se eliminan derechos laborales como si se tratara de limosnas vergonzantes, sólo aptas para inútiles y vagos; los recursos de los cuerpos de seguridad del Estado se han visto recortados y la Justicia se ahoga falta de medios.
Frente a esta corriente, me he refugiado en analizar lo que considero como básico en las prestaciones de un Estado: La Educación, La Justicia y la Sanidad.
En el plano de lo ideal, podemos pensar que si cualquier ciudadano tiene la posibilidad de acceder a estos tres servicios en un plano de igualdad, el estado ha conseguido convertirse en el garante de la libertad de opción. Cualquier ciudadano podrá aspirar a todo con la garantía de que nadie juega con ventaja, de que las cartas no están marcadas.
Me parece simple, pero es una forma de eliminar todos aquellos factores que no son fruto de la casualidad, de que todos consiguen sus logros en igualdad de condiciones y de que sólo el esfuerzo, la capacidad y el trabajo son herramientas válidas para el triunfo.
Creo en la suerte como elemento decisivo en nuestras vidas; aseguro que, a igualdad de méritos y esfuerzos, la Diosa Fortuna elige a sus favoritos, y me siento favorecido por ella. Desconozco qué parte de mis logros, escasos, se deben a mi esfuerzo y qué parte de los mismos es fruto del azar. En ningún caso puedo socializar mi esfuerzo, pero creo que el estado debe asegurar un reparto justo de la suerte.
Con ese pequeño matiz, podremos asegurar que cada uno de nosotros tiene compensadas las dádivas de la cuna y la fortuna.
Detenidos
Leo en el País de Uruguay que la policía de Barajas ha detenido a unos uruguayos al bajar del avión. Leo que no se han podido comunicar con su embajada, que tampoco pudieron llamar a los familiares que les esperaban y que fueron tratados como si fueran delincuentes. Me sonrojo.
La famosa Ley de Extranjería del Sr. Aznar no entiende de nada que no sea el cierre de fronteras. Desconoce los dramas personales y políticos; ignora los sueños y las tragedias para cerrar, cada vez más, la puerta de la esperanza. Hacer lo que se hizo es deshonroso. Hacerlo con un uruguayo, con un argentino, con un mejicano o con cualquier hispano, es, además de deshonroso, un contradiós.
Desconozco los tratados internacionales entre Uruguay y España, pero el sentido común me dice que no hay derecho, que una conducta semejante no debe producirse con ningún ser humano. Burlas y chanzas, desprecio, humillación, distancia y rechazo: todo lo que ningún ser humano debe recibir de nadie y menos, de un hermano.
Estoy harto de los grandes discursos, de las declaraciones pomposas que hablan de amistad, de historia y de herencias comunes: no me toquen las narices. Eso debería traducirse en comprensión, ayuda y apoyo, nunca en repatriación.
Los que rechazamos esa ley fuimos tachados de utópicos, de idealistas alejados de la realidad. Poco menos que tontitos que desconocen la realidad de las cosas. Pues no: sigo pensando que España puede acoger a muchos más de los que acoge; que hay trabajo para muchas manos y mucho sudor que derramar en los tajos. Que nos sobran trabas para que los inmigrantes ilegales puedan integrarse lejos de las redes mafiosas que los condenan al delito. Que faltan programas reglados que faciliten el flujo de los sueños y nos sobra hipocresía a la hora de mantener relaciones diplomáticas con los que son responsables de guerras y hambrunas, que tatúan el miedo en los ojos de senegaleses, gambianos y nigerianos que llegan a España cruzados de cicatrices; lacerados de hambre y marcados a fuego por una vida imposible.
Hemos llenado el mundo de gallegos, extremeños, andaluces, asturianos y demás pueblos de esa España, ahora orgullosa, como para que no nos conozcan las miserias.
Como español me avergüenzo de esa conducta, de esa ley que lo permite y de este gobierno de orgullosos que piensan que cerrando las fronteras se protege la honra de España. Pues acudiendo a un español universal, Francisco de Quevedo, habría que recordarles que “la honra reside junto al culo de las mujeres, así que hay que buscar mejor sitio para depositar lo importante”.
Me quedo con mi vergüenza y con los deseos, compartidos por muchos, de que algo así no vuelva a producirse.
El Clima
Las ciudades mantienen un clima propio, completamente ajeno a lo que dicta el calendario. Nos hemos olvidado de la importancia del agua para las siembras o de lo que un viento significa en nuestra tarea diaria.
En verano nos refugiamos en el aire condicionado, en invierno pasamos del coche al radiador sin demora, escapándonos del rigor de la helada o de la lluvia. Nos escondemos de los efectos del clima; nos olvidamos de la importancia atávica que ha tenido para nosotros y para nuestros ancestros, hasta que un día comprobamos que sigue siendo importante.
En los últimos días, exactamente desde que el Prestige comenzó a vomitar veneno sobre las costas de Galicia, nos hemos vuelto a ver impotentes ante los efectos del aire, la corriente y la fuerza del mar.
Todos atendemos a la información del tiempo: miramos las isobaras en la esperanza de que las flechas vengan de tierra y nos eviten la negra presencia del desastre.
Reconozco que la mirada se tiñe de localismo, de necesaria cortedad. Con tal de que se aleje, nos sirve, sin ampliar el horizonte del pensamiento hacia las costas francesas o hacia cualquier costa que se vea amenazada por el abrazo asfixiante del fuel. Lo importante es la dirección de la flecha y la previsión del estado de “la mar”, femenino significativo y olvidado en las tierras del interior.
La naturaleza se ha alejado de nuestras vidas, nuestros ritmos nada tienen que ver con los que determinan la luz y la temperatura, hasta que una bofetada nos recuerda que no somos más que una enfermedad en la piel de la tierra y que ésta, de vez en cuando, es capaz de rascarse. El recordatorio nos llega acompañado del fragor de los volcanes o de la destrucción de huracanes y terremotos, pero lo oímos para olvidarnos al poco tiempo.
Cuando la estupidez humana se mezcla con el poder del mar, las consecuencias suelen ser nefastas. Galicia lo ha comprobado una vez más y, lamentablemente, me temo que no será la última.
El rey ese.....
Como si de un moderno Mr. Marshall se tratara, llevamos días anticipando la llegada del salvador; de aquél que arreglará todos los problemas económicos, laborales y sociales de una zona tan deprimida de la costa como Marbella. Desconocemos si el fenómeno ha generado coreografías y estribillos dignos de la genial película, pero si sabemos que todo el mundo, cada uno a su manera, ha enloquecido.
El que mas y el que menos espera participar de las bondades del cuerno de la abundancia: boutiques, hoteles, camareros, restaurantes y putas se preparan siguiendo las comunes directrices de la mejor atención dedicada a los mejores clientes. Incluso El corte Inglés abrirá sus puertas en sesiones exclusivas planificadas con nocturnidad, premeditación y alevosía.
La buena educación rige las transacciones comerciales y la urbanidad imperante obviará algunas cuestiones de mal gusto, relegándolas a los rincones oscuros de los que no deben salir. A mí, con cierta tendencia proclive a lo grosero, lo que más me interesa es conocer lo que se oculta bajo las alfombras y en los rincones olvidados, de forma que podamos compartir algunos de los hallazgos más interesantes.
Lo primero que se cae de las bodegas de carga de los aviones del séquito son varios niños palestinos, olvidados por este gran benefactor en alguno de los muchos campos de refugiados en los que Sharón organiza sesiones de tiro privadas. La ONU no ha podido constatar que el resultado de estas sesiones se circunscriba a unos cuantos centenares de muertos, ya que nadie les ha dado permiso para investigar los restos. La Liga Árabe ha quedado reducida a una pasarela de modas en la que los poderosos intercambian información sobre las mejores babuchas y túnicas, sin olvidar turbantes y joyería variada.
Un poco más tarde, ya en uno de los hoteles, un armario se ha convertido en campo de retiro para varias adúlteras que esperan pacientemente su lapidación en uno de los jardines privados del monarca. No hay que olvidar las buenas costumbres, así que uno de los secretarios ha planificado tres de estos pequeños autos de fe para que las mujeres del numeroso harén no olviden con quién se están jugando los cuartos: tanta molicie, compra y contemplación de cuerpos serranos puede dar lugar a cualquier cosa, así que, atenta la compañía; bromas las justas, que las piedras de La Meca son muy fáciles de transportar y mantienen una eficacia excelente a lo largo de los siglos. Incluso hay alguno que marca aquellas de las suyas que ya han alcanzado su objetivo en sesiones precedentes y las atesora como los buenos golfistas guardan sus mejores palos.
En uno de los salones menos visitados de la gran residencia, justo en la esquina de detrás de una maceta, me encuentro un paquete muy liviano que guarda la dignidad y la moral de todo un pueblo. Aceptado mayoritariamente como un axioma que ambas son cuestión de dinero, el peso de los petrodólares ha conseguido reducirlas a la mínima expresión. Es curioso contemplar cómo intentan llamar a la ética desesperadamente, pero su compañera no pudo resistir la carga y se ha esfumado; no queda ni el recuerdo.
La última visita me lleva a la comisaría del puerto, donde los matones de Gil custodian a un iluminado al que , entre paliza y paliza, enseñan como una curiosidad local. El pobre loco sale de la celda, tímido ante los dos o tres afortunados con enchufe y, ante la promesa de un pitillito, comienza el número que le ha hecho famoso entre los “conocedores” de la zona: En cuanto se ha hecho el silencio, sus gritos se adueñan de la comisaría y los policías ponen cara de “ya te lo decía yo: es único”.
“Me cago en el rey y en sus petrodólares, que se los metan en donde no alumbra el sol”. “Lameculos, ir a limpiarle la mierda para que os suelte un Rolex” “Lástima de cólera que se meta en La Meca y te haga reventar, inmoral” “Menos cordero de La Meca y más ayuda para los palestinos” “Vosotros, a estos no les llamáis moros de mierda, a estos les venderías la madre, panda de (aunque uno sea proclive a la grosería, esto no puedo reproducirlo)”
Ahorro al lector un conocimiento más detallado del show completo, pero hay que señalar que merece la pena dar la generosa propina que exigen los agentes para violar las normas de la incomunicación. A la salida, el paseo presenta un aspecto normal, las boutiques funcionan, los hoteles lucen la mejor de sus sonrisas y todos sueñan con la posibilidad de que uno de estos señores árabes se enamore de su madre, de su mujer, de su hija o de sí mismo y les retire: eso si que sería perfecto. Total, por un ratito de vez en cuando, tampoco es para tanto. Más da por saco el reajuste de personal y nadie dice nada.
El sudor de la Historia
Al acercarse a la historia, desde cualquier plano, versión o autor, nos seducen los diseños de las grandes decisiones, los enormes movimientos y cambios sociales que se van desgranando como un silogismo lineal y previsible. La revolución industrial, las guerras civiles de Mario, Sila y César; las aventuras coloniales y el pensamiento de Lenin o Mao, todo se nos presenta como una película ordenada, aséptica en honor a la objetividad metodológica y claramente iluminada por el tiempo.
Pero, cada vez más, queda eliminado el sudor de esas historias. Cada vez más se olvidan los afanes y las penurias particulares de los individuos que movieron las ruedas de la historia desde el anonimato, el esfuerzo y la muerte. De la misma forma que se intentan recuperar las historias de los perdedores, celtas, mayas, cartagineses etc, mi inclinación, en los últimos tiempos, me acerca al conocimiento de las historias pequeñas: el exiliado que lo perdió todo, el emigrante que se vio forzado a un trabajo excesivo y casi esclavo para integrarse en una sociedad distinta: en definitiva, la historia personal de los que se convirtieron en los ladrillos de esa otra gran historia.
Mi trabajo actual ha hecho renacer ese interés y me obliga a ponerme tras la pista del olor de ese sudor: en México, Uruguay, Chile, Venezuela hay cientos de esforzados, cientos de familias que pueden transmitir la historia de los sueños de esa gente. Son emigrantes, más o menos voluntarios, más o menos forzados, pero todos agentes catalizadores de la historia hecha silencio.
Las relaciones internacionales entre España y estos países se ve influenciada y categorizada por ellos; los estereotipos con los que se trivializan sus vidas se han formado por la contemplación de su esfuerzo cotidiano y sus hijos conservan la memoria. Sería bonito recuperar el ejemplo de ese trabajo y conservarlo en un libro, un pequeño registro que se quedará corto –inmensamente corto – y que pueda servir de contrapeso a las grandes historias, aquellas que se escribieron ignorando el sudor que las hizo posibles.
La comprensión de lo imposible
Acercarse, desde la óptica y la cultura española, a la realidad venezolana supone una prueba de valor que reconozco más allá de mis limitaciones intelectuales. Una amiga intenta ponerme al corriente de los últimos acontecimientos políticos y se sorprende ante la dureza de mi respuesta: “ No te esfuerces, hace tiempo que he tirado la toalla y sólo sigo los titulares a la espera del milagro. Por mucho menos, aquí se lió la Guerra Civil del 36, tercera edición de las guerras carlistas.”
Las claves que maneja un venezolano cualquiera me son ajenas; desconozco la historia de los personajes y sus movimientos, en uno u otro sentido, me colocan al borde de la neurosis. Los afectos se convierten en enemigos en el transcurso de una noche mientras las movilizaciones populares se asemejan unas a otras como dos gotas de agua. En el paisaje general sólo cambia una figura: el orador de turno.
Las cárceles se cierran y se abren en función de misteriosos mecanismos ajenos a la más normal de las actividades judiciales conocidas; el ejército, normalmente considerado en todos los países como uno, se multiplica en facciones y colores en una partenogénesis más propia de un laboratorio genético que de cualquier institución armada.
Reconozco mis limitaciones, mis condicionantes y mis trabas culturales, pero estoy llegando a pensar que, para sobrevivir en situaciones similares, se requiere una dotación genética a prueba de todo. Lo de la supervivencia del más apto ha quedado convertido en un juego de niños comparado con lo que debe suponer la realización de cualquier acto cotidiano en una ciudad como Caracas. Europa ha convivido con la guerra durante siglos, pero las guerras empiezan y acaban, no se instalan en un permanente tránsito hacia la nada.
Dicho esto, sólo me resta reconocer la grandeza de una raza superior, capaz de sobrevivir en las más adversas condiciones medioambientales manteniendo una grandeza individual que les coloca por encima del resto de los mortales. Algún día, los historiadores locales, aquellos que mantengan el genoma intacto, podrán darnos un curso que nos saque de la ignorancia. Espero ansioso ese momento.
La Deuda Histórica
La situación de muchos países de América Latina demanda la devolución de un deuda histórica que España debe amortizar de manera inmediata. Esa deuda, que se fundamenta en siglos de emigración, explotación, violencia y olvido, ha generado unos enormes intereses a los que Aznar no hace frente.
No hay que remontarse a las épocas en las que se manejaban términos grandilocuentes y paternalistas para intentar obviar lo más simple y lo más cercano a todos nosotros. Son muchos los españoles que sobrevivieron con el trigo argentino de una posguerra sórdida, temerosa y gris. Son otros muchos los que recibieron dinero y ayuda de algún pariente que había emigrado a Montevideo, Venezuela, Perú, Colombia, México etc.
Son muchos los españolitos que hoy llegan a Cuba para encontrarse con un pueblo que los recibe con los brazos abiertos y les ofrece todo el cariño y la cordialidad necesaria para que se sientan en casa.
Somos muchos los españoles que hemos renunciado al pasado para comprobar que en todos esos países somos un gallego más que, para estar a gusto, debe ser consciente de que tiene que aceptar un pasado mezclado; que el cariño y el reproche se mezclan para dar lugar a un trato que sólo se dispensa a los cercanos. Es complicado que un Argentino o un Mexicano entren en disputa con un turista Coreano, pero con un español se entra al toro de la confrontación con todas las alegrías que ofrece una discusión familiar.
Los españoles no entendemos que nuestro presidente se olvide de los cubanos porque su sistema político es contrario a la concepción de lo correcto que maneja el Sr. Aznar. Como buenos hispanos, separamos a las personas de los estados, dejando claro que toda administración pública es enemiga del individuo. Lo importante, para nosotros, es ese amigo que hemos hecho en cualquier bar, plaza o asador: ese señor tiene cara, es próximo y necesita que le echemos una mano. Si su presidente es un cretino, un santo o un caradura, a nosotros nos importa un bledo.
España debe mojarse, debe hacer todo lo posible por abrir cauces y puentes entre ese continente y la unión Europea, debe dejar claro, a unos y a otros, que el cambio es posible, que la recuperación de la esperanza sólo depende de que todos hagan los deberes que tienen que hacer. Y nosotros lo sabemos: podemos enseñar las cicatrices de un próximo pasado que nada tiene que ver con el presente.
Hace treinta años, España no era nada. Exportábamos emigrantes a todo el mundo para copar los últimos estratos sociales. Europa nos despreciaba y Franco agonizaba boqueando sus últimas sentencias de muerte. Nuestro camino no era más que una delgada línea que separaba dos realidades terribles: la involución militarista – para los olvidadizos: 23 de febrero de 1981, último intento de volver a las tinieblas – y una realidad social propia de los últimos años del XIX.
Hemos hecho los deberes, nos hemos puesto a trabajar y a pagar impuestos como si fuéramos alemanes sin tener, al inicio del proceso, las contraprestaciones que ellos tenían. Hemos hecho carreteras, nuestras empresas crecen y nuestros profesionales están bien considerados. Hemos perseguido la corrupción, aunque todavía quedan restos y recibimos inmigrantes en vez de exportarlos. No hemos hecho nada que no se pueda hacer en todos lados.
Si nuestro presidente se baja del pedestal y reconoce nuestras miserias pasadas y presentes; si piensa en los ciudadanos y no en sus políticos, si ofrece programas y mecanismos de control que garanticen el buen destino de las ayudas y consigue transmitir esperanza y confianza, España habrá devuelto parte de la deuda, pero me temo que los sueños de gloria de Aznar están lejos de esos afanes.
Es más cómodo reírle las gracias a G. Bush y olvidarse de que, un día, España necesitó ayuda y la encontró. Si América no encuentra en España una ayuda firme, sobre España caerá un velo de vergüenza que los españoles no queremos.
Las omisiones
La moral judeocristiana incluye la omisión entre las conductas – no conductas – que hay que confesar. Todavía recuerdo el fragmento del “he pecado mucho, de pensamiento, palabra, obra y omisión” que recitaba de pequeño. Las omisiones, mejor la inercia y la falta de acción, se están convirtiendo en graves pecados con los que no es fácil convivir. Y tampoco es fácil separar el grano de la paja, lo esencial de lo accesorio.
Si repasamos la lista de omisiones dolosas veremos que el manual de uso no está convenientemente redactado y que la acción reparadora puede tener consecuencias antagónicas.
Nuestra nueva y controvertida ley de partidos nos obliga a condenar, postura activa, cualquier acto terrorista cometido en nuestro país bajo pena de ilegalización. El que piense que esto aporta una guía ética y moral debe tener mucho cuidado, ya que se puede encontrar en el centro de una tormenta que amenaza con socavar gran parte de nuestras estructuras.
Si lleváramos este mandato hasta sus últimas consecuencias, nuestras relaciones sociales podrían verse gravemente trastornadas, de forma que podríamos quedar convertidos en algo parecido a pobres y errabundos parias.
Si alguien no está conforme, le propongo un repaso al catálogo de omisiones que evitan condenar acciones inmorales o poco éticas con las que convivimos normalmente.
Sin salir de nuestro territorio las preguntas son múltiples: ¿Debemos cancelar las cuentas del BBVA por sus actividades irregulares y mandar a los trabajadores inocentes al paro?. ¿Debemos cerrar los centros religiosos por la conducta indigna de los obispos responsables de los contratos laborales con los profesores de religión?. ¿Hay que dejar de invertir en Bolsa por la conducta irregular de algunos directivos? ¿Ponemos en marcha un boicot a las petroleras por sus actos contra el medio ambiente y nos cargamos el sistema económico?. ¿Abandonamos el consumo de productos agrícolas recolectados por inmigrantes ilegales para mayor beneficio del propietario?.
Los ejemplos son muchos sin salir de España, pero si nos vamos fuera, la cosa se complica enormemente. Veamos algunas situaciones que requieren estudio y, según esta nueva normativa de moral colectiva, una postura de activa condena.
La primera que me viene a la cabeza está protagonizada por los Estados Unidos de América, país que está cometiendo una serie de actos muy delicados. ¿Debemos repudiar activamente y hasta sus últimas consecuencias la detención, sin cargos y por tiempo indefinido, de personas morenas y con bigote?. ¿ Es cómplice nuestro silencio?. ¿Debemos aprobar el traslado de prisioneros a países que permiten la tortura para mejorar el resultado de las investigaciones? En caso de no condenarlo, ¿significa eso que apoyamos tal medida?. ¿Debemos romper nuestras relaciones e ilegalizar los tratados vigentes con una nación que protagoniza actos como los que acabo de nombrar?.
¿Hay que dejar abandonada a Cuba por culpa de su clase política?. ¿Extendemos esta norma a Venezuela y a la práctica totalidad de África?. ¿Qué hacemos con China y con su feroz manera de entender los derechos humanos?.
En cuanto al resto del mundo, me gustaría que alguien me dijera como romper la omisión en los casos de Israel, con sus acciones de terrorismo de estado – asesinatos selectivos, nos dicen – o los protagonizados por una Arabia Saudita que lapida a las adúlteras bajo un régimen feudal. Eso sin olvidar los países que mantienen la pena de muerte vigente, las ayudas a regímenes no democráticos; los ausentes del nuevo Tribunal Penal Internacional y un largo etcétera.
Criminalizar la omisión es un camino largo y de consecuencias imprevisibles, falto de mapa y carente de experiencia previa en el plano colectivo. Es posible que mantener la consideración moral de esta falta en el terreno individual sea positivo para la persona, pero en el campo de la política de estado podría implicar una revolución en la ordenación internacional para la que no estamos preparados.
Sinceramente, no creo que se factible. Los poderosos lo son como resultado de una compleja trama de intereses que, más o menos, nos tienen pillados a todos; así que, casi mejor: lo dejamos. Si Israel ha conseguido modificar la geografía física y colarse en Europa para jugar competiciones deportivas, miedo me da pensar en lo que podría hacer su hermano mayor a la hora de imponer el nuevo orden internacional. Parece ser que el cinismo es más práctico que la ética. Nada nuevo.
Las prioridades
Sobre el cielo alemán, pulcro, ordenado y veraniego, han perdido la vida varias decenas de niños rusos que volaban dormidos con un sueño de sal mediterránea posado en sus bocas.
En el suelo alemán se acumulan restos y muertos como si algún Goya misterioso y profético hubiera dibujado la alegoría del declive de una forma de entender el mundo. Occidente está embarcado en un proyecto imposible; en una contradicción intrínseca que se expande en el silencio de la mayoría y revuelve el sueño de aquellos que un día soñaron un modelo social distinto.
Llevan años pregonando las bondades del mercado, las virtudes de la libre empresa y pervirtiendo el significado original de la palabra liberal. El liberalismo quiso arrancarle a las monarquías el privilegio de la exclusividad; quiso que las naciones dejaran de ser consideradas la finca del Rey y que la riqueza por ellas generadas revertieran en los ciudadanos. El liberalismo original quiso estructurar una sociedad más rica en la que los ciudadanos pudieran crecer y crear riqueza.
El neoliberalismo es un tumor que se nutre de la riqueza colectiva para generar burbujas económicas, dejando maltrecho el cuerpo social que lo sustenta. El neoliberalismo ataca al estado diciendo que su gestión es ineficaz y excesivamente cara; que todas las funciones ejercidas por el estado pueden ser fuente de ingresos para las empresas, mejor preparadas y mejor dispuestas para generar riqueza.
Y nosotros nos callamos; nosotros entregamos las conquistas sociales de más de ciento cincuenta años de lucha en manos de los que van a dilapidar esa riqueza engañando con auditorías ficticias y movimientos financieros puramente especulativos.
Nos hemos olvidado de que hay objetivos incompatibles, de que el fin único de la empresa es ganar dinero y de que el único fin de determinadas funciones es atender al cumplimiento y mejora de las garantías comunes; justo aquellas que nos permiten seguir viviendo de una forma organizada.
Entregar el control del tráfico aéreo a una compañía privada es un contradiós. Suponiendo que todo se haya hecho bien – que ya es mucho suponer – y que no haya habido tráfico de influencias, pago de comisiones, intereses oscuros etc, nos encontramos con que una necesidad colectiva, la seguridad, tiene que compartir prioridades con la cuenta de resultados, tiempos y plazos de amortización, expectativas bursátiles y un montón de variables que son, por definición, contrarias a la función original encomendada a la empresa.
Y pasa lo que pasa: que un sistema de aviso inmediato debe desconectarse sin que se ponga en marcha otro servicio redundante, algo básico en cualquier sistema de seguridad; que uno de los controladores se ha entregado al sagrado rito del cafelito porque “a esta hora no pasa nada”; que si la abuela fuma y ....la cagamos.
Ahora estamos asistiendo a un posible proceso sobre responsabilidades criminales contra la empresa, (vamos: que el currito lo lleva claro) y a la ceremonia de quema de herejes.
Es verdad que hay una falta criminal; es verdad que hay culpables; es verdad que hay dolo y dejadez; es verdad que la sociedad, en general, ha sido dañada, pero el tiro se confunde. La culpa es de un sistema que se engaña a si mismo y engaña a sus ciudadanos. La culpa es de los que nos aseguran que lo imposible es lo mejor; que los intereses comunes pueden ser compatibles con los objetivos de la empresa.
Por favor, que los jueces condenen y metan en la cárcel a los tiburones y políticos que han hecho posible la desgracia y que nadie gane dinero a costa de mi vida. O de la tuya, que viene a ser lo mismo.
Los genes sociales
Al situarnos frente a la controversia que plantea la verdadera naturaleza del ser humano, a menudo nos encontramos con posturas muy definidas que aspiran a resolver el problema con juicios tajantes y pruebas definitorias.
Para algunos, el hombre es un ser que aspira, de forma natural, a la bondad, la solidaridad y el altruismo. Para otros, el ser humano y, de forma especial, sus organizaciones y estructuras sociales, son manifestaciones tangibles de la naturaleza corrupta y egoísta del mismo sujeto.
Las dos posturas aportan pruebas, historia y seguidores y es posible que las dos estén a la misma distancia de la verdad. El ser humano, como organismo social, se ha estudiado siempre desde un punto de vista muy moderno, muy alejado del resto de los seres vivos y desde una postura de superioridad bastante inexplicable.
Hablar del ser humano, de su conducta, como algo ajeno a las nuestras raíces es un grave error, aspecto que suele ser rechazado con vehemencia. Todo el mundo está más o menos dispuesto a aceptar, salvo en ciertos núcleos integristas de Arkansas o sitios por el estilo, nuestras conexiones anatómicas y morfológicas con la familia de los grandes simios; pero cuando intentamos dar el paso siguiente, el que conecta a la anatomía con los comportamientos, el rechazo es total.
La evolución es un proceso global y continuo, indivisible desde su origen y que afecta al organismo en su conjunto. La evolución parte de la necesidad del gen de perpetuarse a si mismo, poniendo a disposición de esa función duplicativa los mejores mecanismos y herramientas que pueda encontrar. Los organismos superiores y las estructuras sociales no son más que herramientas al servicio de ese fin, escueto, simple y determinante, iniciado en el mismo momento en el que una molécula tuvo la capacidad de hacer copias de si misma.
De alguna manera, este determinismo ha creado todo y contra eso nos sublevamos. La evolución no sólo afecta los aspectos morfológicos: la aparición de los comportamientos sociales surge como una complejidad al servicio de ese mismo “gen egoísta”, permitiendo que el individuo se beneficie de las ventajas que aporta la colectividad.
El número permite que la horda siga controlando el territorio durante más tiempo; asegura su defensa y permite controlar a los depredadores. De forma complementaria, la evolución pone en marcha el invento del sexo junto con el dimorfismo sexual. Al servicio de la reproducción y el control territorial, la invención del especialista -el macho- asegura la estabilidad del núcleo reproductivo, la hembra. La naturaleza es femenina, siempre al servicio de la perpetuación del gen original. El macho, verdadero dispendio de recursos, sólo sirve como barrera de protección y como proveedor de material genético renovado. Es la superioridad física la que determina el orden y el comportamiento social llegando, en algunas especies, a determinar el cambio de sexo de la primera hembra del grupo cuando desaparece el macho dominante.
En los póngidos o grandes monos, los comportamientos sociales alcanzan un grado de complejidad enorme, dando lugar a todo tipo de interpretaciones. En los chimpancés encontramos conductas que consideramos aberrantes como el canibalismo infantil, los ofrecimientos sexuales basados en el trueque de comida y otros que nos resultan más familiares, como la organización de partidas de caza y la formación de alianzas dentro del clan basadas en la simpatía, pero son escasas las muestras de solidaridad o el altruismo, más habituales en los bonobos.
Los gorilas, mucho más lineales, sólo ofrecen comportamientos estables y previsibles, mientras que los orangutanes plantean incógnitas sobre su verdadera naturaleza, aunque son extrañas las alianzas y las interactuaciones complejas.
Visto el panorama, la pregunta se centra en el lugar ocupado por el ser humano, dotado de una herramienta evolutiva, el córtex, que hace tambalearse varios de los principios establecidos.
En primer lugar, el cerebro es un instrumento muy caro, tanto en tiempo como en recursos. Un cerebro del tamaño del hombre requiere muchas cosas: unos cambios anatómicos muy importantes para poder expulsarlo en el nacimiento; una niñez muy prolongada; un gran consumo energético y un núcleo reproductivo de extraordinaria solidez en el que desarrollarse. El córtex, como instrumento al servicio del gen, implica el desarrollo de unos patrones sociales todavía más complejos, acompañados de “inventos” colaterales que facilitan la prolongación de una niñez excesivamente larga y única. Para colaborar en el proceso de protección de esos “fetos andantes”, la mujer se ha dotado de una capacidad fisiológica única en la naturaleza: la menopausia, periodo de esterilidad que le permite colaborar con el resto de hembras fecundas en la crianza de la prole.
Es el córtex el que necesita de todo ese apoyo para lograr dar lo mejor de sí mismo y el córtex hace surgir una nueva línea de posibilidades que, en algunas ocasiones, entran en conflicto con la determinación genética. Para el grupo puede ser una buena inversión mantener a un individuo físicamente incapaz pero intelectualmente superior. Su dotación genética no es apta en el plano físico, pero es muy importante para el patrimonio cultural del grupo al ayudarle a un mejor control del medio.
Colocados en esta encrucijada, debemos ser capaces de sopesar y de predecir la tendencia de estos dos procesos antagónicos: la tendencia egoísta, física y asocial de nuestra dotación genética, por un lado y las posibilidades que ofrece un grupo basado en el desarrollo de las capacidades intelectuales como soporte de estabilidad y mejora de las condiciones colectivas. Las modelos sociales más elevados surgen, precisamente, de las manifestaciones intelectuales que más se alejan de la causa genética, elevando al córtex a una misión superior de la determinada por el gen.
Probablemente, nuestra confusión nazca de una visión temporal distinta. En términos geológicos y evolutivos, estamos al principio del camino; en términos de vidas humanas, queremos ver resultados y conclusiones en el término de unas cuantas generaciones.
Desde mi punto de vista, nos quedan muchos siglos de futuro mezclado; siglos en los que las dos pulsiones, la más básica y la que inicia nuevas posibilidades, van a seguir luchando hasta consolidar una línea ganadora. Me temo que, para nosotros, lo que queda es la larga contemplación de los peores vicios de ese gen egoísta que nos acerca más a los machos dominantes de las hordas simiescas que a la bondad universal.
Los Sueños rotos
Asfixiados y deshidratados tras varios días de viaje en un camión, cuatro inmigrantes –protoinmigrantes, hablando con propiedad – han entregado sus vidas al sueño de una vida mejor. Como ellos, en el estrecho y en el Atlántico, miles de soñadores han dejado sus vidas siguiendo una estrella esquiva y engañosa. Sus sueños se han roto y me pregunto dónde se encuentran los pedazos.
Conocemos algo, apenas retazos, del horror de sus vidas: de sus hambres, de las tiranías políticas bajo las que se arrastran, de los machetazos de las guerras tribales, de las ablaciones de clítoris, de la imposible ley coránica aplicada a las mujeres, de las hambrunas feroces y de los contratos de las mafias encargadas de sacarles el poco resuello que les queda. Con el último aliento de su dinero viven los patrones de las pateras que los expulsan, cuchillo en mano, unos cientos de metros de agua antes de la tierra prometida. Justo la suficiente para ahogar sus esperanzas y sus proyectos.
No sabemos nada de sus sueños, pero conocemos su diaria tragedia en nuestro mundo. Los vemos en los invernaderos, horneados lentamente bajo el sol de Almería y El Maresme en jornadas medievales y mal pagadas. Sabemos de sus alquileres usureros y de sus condiciones de vida. Hemos pasado por la Casa de Campo o las zonas similares de cualquier ciudad y hemos visto su tristeza detrás de la exhibición de las tetas: la eterna tristeza que acompaña a las que están obligadas a recibir los restos de la soledad y la degradación moral de unos machos sin alma. Los hemos visto en el top manta y los ven aquellos que los buscan para comprar lo prohibido; los intuimos en las cloacas de una sociedad cada vez más altiva que desprecia a los que no han tenido la fortuna de nacer como ellos. A pocos nos duele su desesperanza y su pena; pocos se arremangan para intentar ayudar. Apenas algunas organizaciones y los modélicos ciudadanos que los acogen en las costas de Tarifa y les calientan el alma con su solidaridad.
A mi me obsesionan sus sueños y me gustaría poder reconstruirlos. Me gustaría poder exhibirlos y enseñar la bondad de sus aspiraciones. Sería, posiblemente, un museo en el que se podría conocer lo mejor del ser humano en su estado más puro. Es muy posible que en esa galería de sueños no encontráramos nada parecido al hambre, la explotación, la guerra o la prostitución esclavista e inhumana. Dudo mucho que, en el sueño de esas casi niñas que cruzan el estrecho, pudiéramos encontrar días de frío en los que soportar las babas de los salidos o las palizas del macarra. Casi seguro, en esos maravillosos sueños, no encontraríamos nada relacionado con la droga y las navajas de los yonkies terminales.
Apostaría mi vida a que encontraríamos mucho más volumen de trabajo, determinación, solidaridad y deseo de desarrollarse en paz y tranquilidad, que maldad innata y mezquindad.
Son los sueños rotos, los pedazos que van conformando una escombrera que acabará por sepultar nuestras conciencias hasta la asfixia. Justo en ese momento, cuando ya sea tarde, querremos gritar y no podremos: el silencio de nuestras vidas se olvidará para siempre y nos perseguirán los gritos de sus sueños rotos. Ese día, justo ese día, comprobaremos que estamos muertos.
Muerte a las siete
Esta tarde, a las siete, acaban los sueños de unos y empiezan los de otros. Esta tarde, a las siete, el rey conocerá - eso nos dicen – la lista de los nuevos y flamantes ministros. Me imagino la escena y me falta la presencia de los “ex”, una categoría incierta que está formada de restos, de olvido y de nostalgia.
Estos ex me producen curiosidad: no sé nada de su vida, pero puedo imaginarme la ruina personal en la que quedan sumidos. La mayoría no tienen problemas: el sistema vela por ellos y por sus nuevos puestos en consejos y empresas; pero algunos se convierten en sombras, sostenidos apenas por su propio recuerdo.
Conviven con sus fantasmas de poder, el motor de una carrera acabada en medio, muchas veces, del escarnio más absoluto. Nos acordamos de las recetas de cocido de una y del bichito suicida de otro: ellos así lo quisieron, pero me dan pena.
Algunos dirán que ya quisieran sus prebendas y consideraciones; pero yo no les envidio la losa de recuerdos, esa continua sensación de “ya no ser” que debe acompañar su frustración. Tuvieron poder, “el poder” y ahora son meras figuras decorativas en la “galería de ilustres”. Han caído de la cima como ángeles en desgracia, se han alejado del sol que calentaba sus vidas y habitarán las tinieblas de afuera. Aún a los peores les podemos otorgar el beneficio de una duda que impulsaba su acción: es posible que quisieran hacerlo bien.
Esto es lo único que les quedará de ahora en adelante: tuvieron la oportunidad y se les secó en las manos. Se perdieron en la intricada red de las acciones perdidas y la política es así de cruel. El cuaderno azul no tiene entrañas y su dueño menos. Una vez usado, el ministro vuelve a la nada y ya no es.
Se cruzarán miradas torvas, harán declaraciones mesuradas y correctas. Algunos, incluso, dejarán unas lagrimitas sobre las sobrias alfombras del despacho, pero esta noche, en la soledad de sus cavilaciones, se darán cuenta de que el colchón no se hunde cuando ellos se mueven. Se habrán convertido en la nada y en la nada habitarán sus vidas. Con un poco de suerte, hasta sus sueños se olvidarán de ellos.
Paraísos y Banderas
El naufragio del Prestige ha llenado Galicia de fuel. Cada año, varios barcos similares riegan nuestro planeta de destrucción y muerte, arrasan las costas y dejan, tras de si, un panorama de impotencia y desolación. Cuando el afectado es Estados Unidos, se sacuden la mierda de encima y legislan a su favor. Desde el Exxon Valdés, las costas americanas están cerradas para estos restos flotantes, verdaderas minas de espoleta retardada que agotan sus últimos días de vida a la espera de la anunciada tragedia. Saben, todos sabemos, que estos barcos mueren en acto de servicio, que sus cargas se compran y venden varias veces en cada trayecto y que sus dueños cargan cualquier material peligroso que otros no quieren llevar y que las grandes compañías no podrían transportar de otro modo.
Hay demanda, hay oferta y hay formas de eludir cualquier responsabilidad. Como siempre que se analizan problemas internacionales nos encontramos con agujeros negros impermeables a toda observación. Hay paraísos fiscales que ocultan el dinero de las mafias que los colocan allí a la espera de poder hacer valer su poder en las bolsas de valores. Hay banderas de conveniencia que reúnen restos flotantes y los convierten en barcos legales. Hay mucho interés en que esto siga así.
Las compañías petroleras tienen a los gobiernos cogidos por donde más duele; los paraísos fiscales están al servicio de los poderosos y, si no se lo cree, pregunte en el mercado o en su bar habitual, quién de los habituales guarda su dinerillo en las Islas Caimán. No saben ni dónde están. Gibraltar, Suiza, Caimán, Cabo Verde, Liberia y otros viven de tapar la porquería que otros no pueden ocultar, pues sería demasiado obvio.
No me creo los desgarradores lamentos de los políticos, no me creo que hagan lo que hay que hacer, no me creo que no conozcan los mecanismo del negocio del que todos participan. Las grandes compañías manejan presupuestos superiores al de muchos estados, sus presidentes configuran un grupo de presión que ejerce el poder forma implacable. Con ellos se negocian pequeños maquillajes que dejan la gatera abierta para que todo siga funcionando y , cuando ven en peligro la puerta de salida, amenazan con paralizarlo todo.
Un bloqueo internacional de los países desarrollados contra estos paraísos financieros y navales es viable. Nada ni nadie podría escaparse si USA y la CCEE quisieran condenar al ostracismo económico y financiero a estos pequeños países. Pero significaría perder muchos privilegios y muchos beneficios, algo que nadie está dispuesto a aceptar.
Dicho esto, sólo me queda aceptar mi escepticismo, mi cruda realidad: no pinto nada, a nadie le importa lo que me pase y van a seguir forrándose a costa de cualquier cosa: nuestras costas, nuestra salud, nuestro medio ambiente y, cuando no quede más remedio, nuestras vidas, que van las últimas porque no valen nada, no por otra cosa.
Record
Que estamos locos es una verdad que se confirma día a día en el repaso de la prensa. Que esa locura confunde los valores y nos coloca en un constante estado de perplejidad es algo con lo que nos obligan a convivir a la fuerza.
Convertir la locura en virtud es el último grado de un tratamiento colectivo que ha conseguido una sociedad silente y confortable. Emilio Romero dijo que, para ser periodista en España, había que ser capaz de desayunarse un sapo cada mañana. Lo que no dijo es que el sapo es cada vez más y más venenoso.
Lo de hoy ha alcanzado varios récords: El primero el del horror; el segundo el del silencio y el tercero, el de la confusión de los valores morales.
¿Que de qué estoy hablando?
Reproduzco textualmente:
“Armado con un rifle de gran calibre, mató a su combatiente afgano que se encontraba a 2.430 metros de distancia durante la Operación Anaconda
El récord mortal de un gran francotirador
Un soldado canadiense desplegado en Afganistán ha conseguido establecer un record mundial, abatienbdo a un miliciano afgano situado a 2,5 kilómetros de distancia. La revista Soldiers of Fortune informa en su última edición de que el francotirador logró su proeza el 7 de octubre.
Una cosa es que, obligado por la necesidad de cumplir con un trabajo horrible, alguien cometa una barbaridad, otra, muy distinta, es que ese trabajo se convierta en titular de prensa, se invite a la emulación y el autor alcance el calificativo de GRAN destacado en titulares.
Después de esto, creo que es el momento de pararse y decir, de una forma clara, que no queremos participar en esto, que la degradación moral a la que nos están sometiendo tiene que tener un límite y que, desde mi punto de vista, este límite ha quedado, por lo menos, 2.430 metros atrás.
Si vis pacem, para bellum
La política de dominación territorial desempeñada por los romanos en su expansión por el mediterráneo, acuñó, con derecho propio, esa expresión que hemos ido aprendiendo a lo largo de los siglos. Si quieres paz, prepárate para la guerra; o lo que es lo mismo: si quieres disfrutar de los beneficios económicos de las tierras que controlas, tienes que tener a punto un ejército que domine y, a la vez, disuada a otros sobre la posibilidad de liberarse o de arrebatar la conquista.
Hoy en día el paradigma ha cambiado: si quieres la paz, destruye toda posibilidad de que la situación cambie. Y hazlo antes de que nadie pueda pensar en cambiarla. Actúa “preventivamente”, libérate de cualquier traba moral, ética o legal: haz lo que los intereses de tus empresas dictan y pasa a la historia cargado de beneficios económicos y vergüenza histórica, esa que al neoliberalismo le parece inexistente.
Roma escribió la historia, confirmando que la historia la escriben los vencedores, pero la ignominia de su traición a Cartago ha prevalecido. La verdad, esa verdad que nos habla de la posibilidad de hacer las cosas de otro modo, llena las páginas de los libros y la codicia romana se presenta como la consolidación de los peores vicios de una sociedad amoral.
Cartago, que nunca vivió en el mare nostrum, sino en la Oikumené, la comunidad de los pueblos que rodeaban al mediterráneo convirtiéndolo en un espacio de comercio, respeto, comunicación cultural y convivencia, consagró un modelo que, al ser derrotado, se olvidó dando paso al “único posible”, el que implantaron los vencedores. Lo malo de todo esto es que el modelo no ha cambiado, que seguimos empeñados en que la única solución es la guerra, la destrucción y el sometimiento, todo ello al servicio de la riqueza.
La paz es riqueza que se derrama sobre todos, que a todos alcanza y que permite prosperar. La guerra sólo beneficia a sus amos, los perros de la guerra, los halcones del poder: la guerra siempre destruye y los beneficios que genera nacen muertos, desprovistos de fuerza vital.
Estamos consagrando un modelo basado en lo peor de nuestras raíces animales, le hemos dado al mono dominante la mejor de las armas olvidando que la evolución creó un cerebro capaz de negar la necesidad de seguir actuando como una banda de chimpancés. La etología ha descubierto los peores vicios del buen salvaje: la sociología no ha conseguido descubrir las mejores posibilidades del cerebro. Así nos va.
Soledad
Hace años que defiendo, contra muchas opiniones contrarias, que la muerte es el único acto puramente egoísta de nuestra existencia y lo es, precisamente, porque no participamos de sus consecuencias. Todos nuestros actos, aunque tengan una motivación egoísta, alteran nuestro entorno de una u otra forma, de manera que siempre es posible que haya que actuar en función de sus efectos. La muerte no. La muerte nos aísla para siempre; nos silencia y nos excluye de sus múltiples consecuencias.
Como derivación secundaria de esta postura, defiendo el derecho a una muerte digna y consciente; a una muerte instructiva que eleve nuestros niveles evolutivos y genere riqueza espiritual. Aunque supongo que el último trago me sabrá igual de mal que a los demás, aspiro a entrar en el otro mundo – si es que lo hay – con los ojos abiertos y tratando de aprender; bonita aspiración que resulta más fácil de contar que de realizar.
No podré contar nada ni nadie participará de los posible frutos, pues será, definitiva y eternamente, mía. En ese sentido acepto el suicidio como un acto de dignidad y cierta rebeldía; un acto que nos hace más humanos y menos animales. La concepción romana, ese no querer participar en algo que es contrario a nuestra dignidad, me parece espiritualmente elevado. Por el contrario, apurar las heces del puro dolor y su inherente degradación física y moral como ente sufriente, me parece más propio de la condición animal que de la espiritualidad humana.
Somos individuos tanto en cuanto mantenemos nuestra capacidad intelectiva. Sin ella, no somos nada, apenas carcasas vacías de un ser humano perdido.
De sus aspectos sociales, rechazo toda alharaca y demostración impúdica de llanto, pena y desgarro. La muerte es parte de la vida y como tal, hay que entenderla. No me imagino la escena de una familia lacrimosa ante una situación cotidiana y normal: llanto ante la salida de un primer diente o algo parecido. Estirar la vida mas allá de lo que el cuerpo aguante es algo antinatural y , cuando ese estirón supone permanecer en estado vegetativo, un acto inmoral.
La sociedad actual ha separado la muerte de la vida, no acepta su indivisibilidad y soñamos con la condena de vivir eternamente. Morir en casa se considera de mal gusto, algo casi violento. Nos estiramos caras y cuerpos, queremos mantener los veinte años a costa de convertirnos en monstruos de ochenta, olvidando que la valoración estética está vacía de contenido. La belleza de una vejez asumida y serena es muy superior al triste esfuerzo de elongación de los pellejos. Si habláramos de prestaciones mentales este discurso podría cambiar, pero la cirugía reparadora no ha llegado a las neuronas.
Estos días nos han llegado noticias de la muerte solitaria de varios ancianos en Madrid y no me duele su muerte. Me duele el previo abandono de sus hijos y parientes; me duelen su tristeza y sus preguntas sin respuesta; me duele su muerte en vida. Olvidados, vacíos y viejos, su muerte les llegó hace tiempo: cuando nadie quería recibir lo que ellos podían, todavía, ofrecer. Sólo quedaba por realizar el último acto: en este caso, el menos triste.
Agosto de 2002
Por qué leer a Gustavo Bueno en su centenario
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Gustavo Bueno. Fotografía: Moeh Atitar
*© Fernando G. Toledo*
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