La vergüenza, el horror, la indefensión y lo peor del ser humano, se van a conocer a partir de ahora con el nombre de Informe Ryan. Es el nombre que los tribunales irlandeses han puesto al informe sobre los abusos sexuales a los miles de niños y niñas que, durante años, aguantaron los abusos de aquellos que tenían que cuidarlos, formarlos y convertirlos en personas bajo la tutela del estado.
Los cientos de páginas de ese informe deben ser como bajar a los infiernos y yo sólo he podido acceder a los titulares de los diferentes epígrafes, pero el catálogo es espeluznante. No puedo imaginarme las vidas de esos miles de niños a lo largo de años de espanto, miedo y asco.
Han hecho una asociación, han tenido que defenderse de la Iglesia, del Estado y de la sociedad pues ellos, los agredidos, las víctimas, eran vistas como poco menos que subversivos que querían menoscabar el prestigio de las instituciones. La iglesia ha conservado el poder y la arrogancia hasta el final: ha negado datos a la justicia, ha dificultado las investigaciones, obligó a dimitir al primer juez encargado de la investigación, evitó que los delincuentes aparecieran en el informe con nombres y apellidos. Todo se realizó con desprecio hacia ellos, pues sus vidas no contaban.
Es un relato de pederastia, de sadismo, de vesania, de tiranía y de obligado silencio ante las atrocidades. Los niños estuvieron años sin poder confiar en aquellos que deberían haber sido su ejemplo, su apoyo; los sustitutos de los padres. Eran lo más débil de la sociedad y los más poderosos los remataron cuando tenían que salvarlos: eran menos que ganado, eran la nada de la que no se espera venganza, ni daño ni reacción.
Algunos miserables dirán que esos cerdos también hacían cosas buenas y no podemos dejarles decir eso sin arrojarles a la cara su propio cinismo: nadie que hace eso; nadie que es capaz de mantener esa conducta durante años es capaz de hacer nada bueno, pues el daño que causa su vida lo borra todo. Nadie que abusa de un niño durante años cada quince días (sic) puede hacer nada para que se le perdone ese daño inmenso, esa pena eterna, esa lacra espiritual que persigue a su víctima toda la vida y se adueña de sus noches y de sus pesadillas.
Y el estado ocultaba, era cómplice y encima pagaba a los verdugos para que siguieran destrozando vidas, emponzoñando almas y negando el futuro de todos esos niños a los que, además de negarles el hogar, el amparo y la protección, llegaron al extremo de quitares la dignidad, la autoestima y el honor. Cuando el olor de podredumbre era excesivo, se cambiaba el destino de los culpables y eran otros los que seguían con la rutina del sexo forzado, las palizas injustas y los abusos.
La iglesia, esa iglesia que juzga a los demás desde la inocencia y la superioridad moral se ha revolcado en esa mierda durante décadas y en muchos países. En Estados Unidos los arreglos extrajudiciales han supuesto la bancarrota de varias diócesis. Ahora será Irlanda la que tendrá que hacer frente a cientos de millones de condenas o arreglos. No quiero pensar lo que saldrá cuando esta marea llegue a los países en los que su poder ha sido, y es, tan grande como en Irlanda: Italia, España, Suramérica. La cosa puede ser espectacular. Esa secta que protege a sus delincuentes, que manipula las mentes y convierte en verdad y dogma una mentira histórica archidemostrada; esa iglesia que aceptó el papel de sumidero de cultos para auparse en el poder de una Roma ya decadente y necesitada de una uniformidad que evitara la dispersión de los pueblos; esa iglesia ávida de poder y de dinero que durante siglos blandió la espada con mejor ánimo quela cruz; esa iglesia que nos dice cómo hemos de vivir está, por fin; desnuda y mostrando toda su podredumbre.
Ni una lección más; ni un desprecio más; ni una imposición más. Solo desprecio hacia ellos, rechazo a sus mentiras, asco por sus métodos y oprobio para su nombre.
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