El huerto y sus almendros
Luchan su vida ajenos al olvido de las podas, los cuidados y los amos; luchan cada febrero por florecer entre los fríos vientos de una naturaleza seca y esteparia más propia de encinas y de enebros que de la suave delicadeza de sus flores.
Este olvidado huerto de almendros madrileños me sugiere estampas románticas de Gustavo Adolfo Bécquer y sus leyendas; me ponen triste cuando los veo pelear por una vida que parece no importar a nadie salvo a mi mismo y a mis recuerdos enraizados en sus ramas secas y sin vida.
Es, en mi casa, el huerto de los almendros, sin que ese nombre guarde razón ajena al ocasional bautizo afortunado, que cada familia nombra los parajes queridos como le viene en gana y este campo, desde el día de su descubrimiento muchos años atrás, se ha conocido así y así lo dejamos dormir en los inviernos y sestear en los veranos.
Hace años que nadie poda las ramas de estos olvidados almendros o limpia sus pies de rastrojos, pero ellos siguen aferrados a la esperanza de vida que se pega a sus flores cada año cuando llegan los soles de marzo.
Ayer pasé, como todos los años, entre esas flores blancas y escasas, más escasas cada año y la pena, la nostalgia y la simpatía me invadieron como cada vez que los veo pelear por una vida cada vez más liviana, más perdida entre las ramas muertas y más hermosa en su afán de pervivir.
Me gusta ese huerto de almendros y me siento ligado, de alguna manera, a su segura desaparición: un día alguien se olvidará del todo del recuerdo y del sabor de sus frutos y cortará los troncos secos sin que nadie pueda hablar en su favor.
Mientras tanto, las flores destacan contra las nubes de la sierra y yo pienso en ellos como se piensa en aquellos a los que se ama.
éste mola mucho
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