Estoy solo esaperando a que llegue la hora de una presentación. Estoy solo en medio del barullo y las voces del café, el café de Madrid de toda la vida por el que sigue pasando la vida sin dejar huella ninguna. En las mesas de alrededor se sientan los parroquianos ajenos e inmersos, cada quien, en sus propias conversaciones altisonantes y gritonas.
Es Madrid que discurre por encima de la calle Mayor mirando la historia como si del antiguo edificio de gobernación fueran a salir los guardias de asalto o los guindillas o los grises o los maderos. Es un Madrid que parece decir que lo que ha sido siempre será y que no se deja arrastrar por esa vorágine absurda que todo lo arrasa y que llena los barrios de nuevos negocios que nada tienen en común con las gentes que habitan sus casas.
Escribo en La Mallorquina, esa presencia constante que parece guardar las buenas costumbres mientras el mundo de Sol se va diluyendo como con vergüenza por su claudicación. Aquí un McDonalds, allá crece El Corte Inglés y el cerco sobre Doña Manolita y, L´Hardy y la Mallorquina se va estrechando como en una caza feroz.
Busco oficina por la zona y mis recuerdos infantiles luchan por prevalecer sobre promesas antiguas hechas en el agobio del gentío navideño. ¿Es posible que me deje influir por la edad al buscar mis pasos por las mismas aceras que me vieron pasar hace años? No lo sé, pero cada vez me gusta más este Madrid gastado y cansado que no tiene fuerzas para reivindicarse a si mismo en sus comercios de siempre; esa cuidad que buscaba el loro del maniquí de la Camerana y los bocadillos de calamares de la Plaza Mayor.
Pasan los años y las vidas por La Mallorquina y El Riojano, dos mundos distintos separados por apenas tres manzanas y yo sigo perdido entre mi futuro y mis recuerdos pensando que a lo mejor me puedo sentir a gusto en su vida cotidiana y a lo mejor, salgo echando pestes en la primera Navidad agobiada entre la gente.
Es Madrid, con sus luces y sus sombras.
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