La vida está llena de gestos, de símbolos, de imágenes que nos llenan de significantes y de significados; pero también está llena de absurdos que se instalan en lo cotidiano hasta hacerse invisibles y de esa invisibilidad extraen la fuerza necesaria para asentarse y permanecer.
Lavarse las manos es algo cotidiano y un hecho al que damos hasta significados de conducta cuando se lo atribuimos a la manifiesta cobardía para afrontar situaciones. Pues bien, nos lavamos las manos al permanecer impasibles ante un hecho espeluznante: cada año mueren tres millones de niños porque no pueden lavarse las manos y eso les mata. Es simple, directo, horrible, cotidiano: no hay agua y la muerte duerme en sus propias manos a la espera de explotar en contacto con el agua…de sus propios cuerpos.
Los niños del agua, esos que dedican sus infancias a acarrear el agua que no pueden beber y el agua contaminada que acabará por matarlos, mueren porque sus cuerpos donan agua a los patógenos que los destruyen.
La vida es un automatismo químico y el axioma se cumple inexorable: si las condiciones son favorables, los organismos medran. En este caso, a costa de tres millones de niños que no pudieron lavarse las manos.
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