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martes, 2 de marzo de 2010

Hacedores de historia ( 8 de Octubre)


Como ya he comentado, la parálisis vital se adueña de mis neuronas todos los domingos y creo que ya no tengo que pedir más disculpas por el nulo nivel de mis escritos, actos y pensamientos. La tele suena de fondo, la familia languidece mientras se recuperan de alifafes varios como toses, mocos y gripes que señorean la casa desde hace unos días. Vamos, que es domingo y es un domingo que se coloca como víspera de un día de fiesta, lo cual hace que sea un poco más extraño de lo normal.

Esta mañana, al poco de levantarme, me he puesto con un proyecto que me ronda la cabeza desde hace años y que, como otros, supongo que deberá esperar a mi jubilación para tomar cuerpo: Un comentario sobre la vida de dos personajes con los que la historia no ha sido demasiado justa: los eminentes Quinto Sertorio y Lucio Cornelio Sila. Ambos olvidado y ambos lucieron la máxima y rarísima condecoración del ejército romano: la corona de hierba, corona gramínea, concedida sólo por la tropa a aquellos capaces de salvar, por su valor y capacidad, a una legión entera.

Lo poco que conozco de ellos es verdaderamente impresionante. El primero, familiar de Cayo Mario, desarrolló una carrera de hazañas militares que pudo, de haber tenido más suerte, haberle llevado a los libros de historia como uno de los romanos más grandes de la historia. En vez de eso, su vida se perdió bajo el signo de la traición de sus generales, luchando contra su ciudad y sus antiguos compañeros. Fue un genio militar que sacudió durante lustros la seguridad de los cimientos de Roma, pero perdió y fue silenciado. Punto.

De Lucio Cornelio Sila se podría haber hecho, y todavía puede hacerse, la mejor serie de TV que se pueda imaginar; pero clasificada para adultos. Su nombre evoca una de las familias patricias más antiguas de Roma, pero nació en la miseria, con un padre alcohólico y arruinado y una madre medio loca. De él se dijo que había matado a dos mujeres para heredar la fortuna necesaria para ingresar en el Senado. Homosexual convencido, su amor con un conocido actor, Metrobio, tuvo que dormir años en silencio para no perjudicar su vida política.

Se empeñó como pocos para alcanzar la gloria y la dignitas que su nombre y sus antepasados le exigían, pero para lograrlo tuvo que afrontar el juicio de los siglos por ser el primer romano que marchó contra Roma al mando de un ejército de romanos. Sojuzgó al senado, implantó una dictadura feroz que hizo correr la sangre por el foro y las cabezas de sus enemigos decoraron la tribuna de los rostra pinchadas sobre los pilum; si bien la tribuna fue concebida para otros trofeos más delicados. Volvió vencedor de Mitrídates y humillado por la enfermedad y la deformación física. El que fuera una de las bellezas del Foro Romano, un auténtico Apolo, tuvo que verse calvo, sin pelo en las cejas, deforme como un pellejo de vino a medio vaciar y bajo el tormento de unas úlceras cutáneas que sólo se calmaban bajo los efectos del vino. Esta ruina humana, homosexual escondido, actor entre los actores, desarrolló su representación durante años; mandó con mano de hierro y galvanizó una nueva Roma sobre los restos de la guerra civil y de los caprichos de un Senado que no osó levantar la voz ni la mano contra el dictador. Los ojos de Sila desvelaban a sus oponentes la visión aterradora de un monstruo, y esos ojos lo acompañaron hasta el final.

Se despidió de Roma con un desfile orgiástico de putas, maricas y borrachos, dejando a los provectos senadores con tres palmos de narices. Sólo pudo dedicarse a ser él mismo poco más de 10 meses, pero su vida podría llenar horas de televisión, megaproducciones de Hollywood y muchos libros y tratados.

¿Cuántos como Sila y Sertorio merecerían ser conocidos? ¿Cuántos héroes, cuántos sabios, cuántos prohombres duermen tranquilos en la nada del olvido? Supongo que cientos, pero de verdad me gustaría que estos dos señores fueran conocidos, por lo menos, por mis amigos. Eso si mis amigos tuvieran el más mínimo interés por leer lo que yo escribo lo cual, sinceramente, no está muy claro.

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