Ha pasado, por fin, la temporada de caza y los paseos con los perros vuelven a ser tranquilos y serenos, sin sobresaltos de disparos y muerte en el aire. El campo ya no conserva el olor de la pólvora suspendida en la neblina del amanecer; la tierra ha recuperado su ritmo pausado y mis perros, ajenos a la excitación nerviosa de la caza, huelen rastros y persiguen conejos que huyen con la seguridad de que no serán alcanzados.
Veo mis perros y paseo con ellos comparando su tranquilo deambular; sus felices carreras y su infantil afición por los charcos con las vidas de los perrillos que, durante la temporada, veo afanarse entre las zarzas. Son perros esquivos, tímidos con el ser humano del que han recibido más daño que cariño; perros que han sido educados bajo el terror al palo y se les nota.
Pienso, mientras sale el sol, en la curiosa contradicción que se esconde tras las narraciones que algunos cazadores hacen sobre sus perros. Hay algunos, muy pocos, que cuando narran la caza parecen narrar la perfecta coordinación del trabajo de un equipo bien avenido. He oído muchas veces esa tensión contenida anticipando el momento en el que el perro ha levantado el conejo o ha hecho una perfecta muestra seguida del certero disparo.
En compañía de una cerveza y un buen auditorio que escuche atentamente, el cazador parece hablar de un amigo entrañable, de un compañero de aventuras muy querido del que no puede separarse ni un minuto, pero esa es una idea falsa; lamentablemente falsa. La realidad, la normalidad salpicada de alguna excepción, es que ese cazador podría hablar con la misma pasión, emoción y necesidad sobre una buena llave inglesa que le hiciera más cómoda la vida en el taller. Me asombra la frialdad, la enorme distancia con la que, acabada la última salida de la temporada, el cazador se separa de su perro para no volver a acordarse de él hasta el primer día de la temporada siguiente.
Pienso en lo que a mí me aportan mis perros y pienso en todo lo que ese cazador, por desprecio, deja de disfrutar y en lo injusto del trato establecido. Ese cazador hereda un trato antiguo y primigenio; una camaradería antigua y feliz de intercambios justos y amistosos entre dos razas. El perro nos ayudó a ser como somos, nos facilitó la caza y el descanso nocturno en campamentos protegidos por su presencia; también pastoreó los ganados que ayudó a domesticar y ese cazador moderno sólo cumple una pequeña parte del trato. Ese moderno tirano cree que cumple su parte dando de comer al perro y se olvida de que el trato comprendía afecto, devoción, dedicación, compañía, fidelidad, generosidad, lealtad y juego en su conjunto; que la comida venía por añadidura.
Me da pena ese perro moderno que se entrega con devoción al cumplimiento del contrato original mientras que la parte humana, miserable y cicatera, sólo le lleva comida a un remoto cercado en el que, junto a otros perros olvidados, hablan de cuando el perro y el hombre conquistaron, juntos, todo el mundo.
Pienso en que, para los cazadores el perro es una sofisticada herramienta mientras que para mí, mis perros suponen una satisfacción constante y cumplo mi parte del contrato disfrutando de cada minuto que paso con ellos.
Yo tuve "mi perro" y he convivido con muchos más.Ví un reportaje espeluznante sobre los perros ahorcados al termino de su temporada de caza y no puedo recordarlo sin sentir congoja.
ResponderEliminarYo hablaba con mi perro y él me respondía. Nos comprendíamos con la mirada y le recuerdo y le agradezco los buenos ratos que pasé con él.
5 de Abril de 2010 a.m.