Escribo esta entrada haciendo tiempo mientras la tarde pasa a la espera de que llegue el momento de acudir a un funeral. No soy muy partidario de este tipo de eventos, en los que no suele hacerse justicia con la verdadera vida del muerto, pues si lo que se dice en las iglesias fuera cierto, las cárceles estarían vacías, los bares no serían negocio fuera del suministro de cafés y los jueces jugarían al mus en dependencias vacías y desconocidas.
Hoy escribo más que nada para poner de manifiesto que los tiros se van oyendo cada vez más cercanos y que la edad nos acerca a los momentos en los que la muerte es, cada vez más, un territorio accesible. No me preocupa en exceso; me preocupa que me llegue con cuestiones pendientes de verdadera importancia, pero a mis 52 tacos de perfil cardiovascular incierto, asumo esa posibilidad con ignorante displicencia. Me imagino que ante un hecho cierto y posible, el apretón sería muy diferente y el miedo alcanzaría los niveles habituales en todo hijo de vecino, pero…es lo que hay.
Hoy la gente se va a reunir con la excusa de que el muerto es Fernando Bernal, buen hombre con el que, algunos, nos fuimos encontrando de forma esporádica sin que tampoco hubiera una profunda amistad, situación que permite tomar una cierta distancia sin cortar todas las amarras con la llamada de atención.
Hay un libro, de los buenos libros que todos deberíamos leer con atención, que al presentar al novio de la protagonista, nos lo sitúa en un periodo vital “en el que la muerte es posible”. Claro que libro, El Dios de las pequeñas cosas nos traslada a la india y la edad en la que se vive con esa posibilidad son los ¡31 años¡ diferencia fundamental entre tener la suerte de vivir en un país rico y la mala leche de nacer jodido en un país paupérrimo.
Hay años de diferencia y también de perspectiva, pues cada sociedad se acerca y convive con la muerte de forma muy distinta. Personalmente, pertenezco a una familia muy despegada de las costumbres patrias, muy centradas en las ceremonias de lo que yo llamo "el casco” (Para los jóvenes: Cuando yo era niño, las botellas vacías se llevaban para que las rellenaran o devolvieran el dinero que costaban; eran “los cascos” o “el casco”, en fino, el continente de lo que fuera: leche, vino, aceite etc). Pues bien, en casa no hacemos caso a nada que tenga que ver con el envase vacío y nos da muy igual lo que le pase. Muchos iremos a parar al desguace una vez aprovechados los repuestos, pero en España eso no es muy habitual. Nos gusta eso del cementerio y lo de robar las flores de la tumba vecina, sin que la gente tenga la sensación de haber terminado del todo la vida si no se han cumplido con esos trámites.
Viene esto a cuento por el desprecio con el que la gente, que no ha estado ni está en situación parecida, quiere que los que no pudieron enterrar a sus muertos de una “forma digna” (como si eso le importara mucho al que la ha cascado) diciendo que “dejen a los muertos en paz”. Efectivamente, los muertos, según lo que yo pienso, no sólo está en paz, es que pasan de todo y no se enteran, pero sí hay que ponerse un rato, aunque sea mentalmente, en los zapatos de aquellos que llevan décadas mirando hacia un lugar con la impotencia y la frustración de saber que es allí donde su padre, abuelo, marido, etc yace bajo los abedules. Que a mi me parezca un lugar idílico para que a uno le dejen en paz, no quita que vivir durante años con esa pena deje de ser una putada de grueso calibre que tiene fácil arreglo, pero esa facilidad ya se ha perdido.
El Estado, ese enorme paquidermo lento y pesado, se ha puesto en marcha y para que la gente pueda coger una osamenta y llevarla “a sagrado” hace falta la movilización general de inmensos recursos económicos y políticos.
Vamos estando cerca del silencio, de la muerte y desde esa cercanía, son los vivos los que ocupan más la cabeza conforme pasan los días y es a esos vivos a los que habría que ponerles las cosas un poco más fáciles, sin palabras agrias que, aunque vayan destinadas al que gobierna y lo hace mal, acaban tomando forma de patada en las posaderas de los que aguardan, ilusionados, el día en el que poner unas flores, por supuesto robadas de la tumba vecina, en la tumba del abuelo. ¿De verdad es tanto problema?