En la ladera norte del puerto de Abantos, siguiendo la pista que baja hasta Ávila por el pueblo de Peguerinos, hay una comarca especialmente bonita de prados alpinos y bosques de pinos que trepan peñas o se solean en las suaves tierras donde engordan las vacas. Para mí es una tierra especial, pues allí hice mi primer campamento, del que recuerdo el frío de la Semana Santa; la manta casera que mi madre había improvisado (recuerdo para los nuevos: en los años de mis ocho, un saco de dormir, en la España de 1966, era poco menos que un objeto no identificado cuyo coste se colocaba en el terreno de lo prohibido), la visión de un pino centinela recortado contra el cielo nocturno que veía, precioso, a través del redondo respiradero de la precaria tienda; el gélido torrente de montaña donde lavábamos platos y potes y el viaje en la zona de carga de un camión cerrado; algo que hoy sería objeto de condena de cárcel.
Pues bien, tras años de comerme la cabeza, conseguí encontrar, de nuevo, aquellas praderas y aquél pino centinela, sólo que ahora eran mis hijas las que corrían por la pradera y veían, alucinadas, las vacas paseando entre los pinos.
Ayer, hartos todos de nubes, lluvias y fríos, una patulea de niños y adultos salió en estampida para disfrutar del sol y del paisaje de Peguerinos, si bien muchos de ellos desconocían la zona. Me detengo a detallar las nacionalidades de la salida porque creo que merece la pena: formaban la expedición 18 personas, de las cuales ocho eran niños, pero es que de los diez adultos restantes, sólo tres eran, al 100%, españoles. El resto estaba formado por: una austriaca, una estadounidense, un belga, una argentina, un italiano, un medio argentino y una medio panameña/inglesa.
Esta especie de ONU excursionista, a la que hay que añadir tres chuchos – una de las cuales es sueca – igualó todas sus diferencias y se dedicó a charlar, a compartir experiencias y puntos de vista, debatió, contrastó; comió, bebió y cambió pañales sin más problema que ver quién hacía más bromas, atendía mejor al otro y cuidar, entre todos un poco, de que los descerebrados no se abrieran la cabeza por las peñas.
¿Qué ilustra esta experiencia o qué pretendo demostrar? Absolutamente nada, pero creo que es curioso, gracioso, ejemplar y bonito, poner de manifiesto que gente tan lejana, tan distinta en su educación, cultura y aprendizajes, se hayan dado cuenta de que es muy importante saber disfrutar de la amistad, de un día de sol y de saber tomarse el pelo con toda dedicación y buen sentido.
Mucho más operativa y ejemplar esa ONU de Peguerinos que la que habita en la rivera del Hudson.