A los pies de las cumbres de Gredos se abre un valle de los que nos recuerdan a los dibujos de los libros escolares de geografía: la típica forma de V, con su río en el vértice y las laderas de las montañas bajando escarpadas hasta conseguir beber las aguas del río. Este valle, protegido de los grandes fríos y de los grandes calores; con el agua y la temperatura justas para producir el milagro anual de la vida y de la tierra, se desmaya desde el Puerto de Tornavacas; barrera que deslinda dos mundos separados por los hielos, los fríos, los páramos y la dureza de la meseta norte y las tierras salmantinas de las fértiles veras del Tiétar, del Jerte y de otros que riegan la parte sur de esas dehesas extremeñas.
El valle del Jerte obliga a que la carretera que desciende del puerto se retuerza y se encajone entre las terrazas robadas a las pendientes y laderas del terreno. En esas terrazas, sostenidas por muros secos de cantos rodados, los campesinos del valle han cultivado, durante siglos, los hermosos cerezos que atraen – nos atraen – oleadas de turistas que atascan el asfalto en los fines de semana comprendidos en el corto periodo de floración de estos árboles preciosos.
Hoy, tras varios intentos fallidos, me he montado en la moto y me he dejado sorprender por el sol que llegaba entre las flores mientras el olor de los ramos se imponía a los efluvios de los tubos de escape. El valle es una zona especial; una tierra de las que consagran la idea de que, a veces, sólo a veces, el hombre tiene la suerte de habitar los raros parajes que parecen creados para su disfrute. Luego llega el hombre y consigue que esos paraísos queden convertidos en una cochambre; lo cual me hace proponer una nueva teoría para la génesis del mito del paraíso perdido, presente en tantas culturas, pero esa es otra historia.
Toda la contemplación del paisaje nos lleva al extremo de la belleza, casi al Síndrome de Stendhal pero, por fortuna, el turismo se encarga de poner el adecuado contrapunto al arrebato estético: atascos, coches tirados por las cunetas, bares atestados, garajes que venden cerezos en macetas y un montón de cachivaches por los que se pide mucho más de lo que valen para un balance imposible.
Hay que ir; verlo es una maravilla, pero hacerme caso y planificar uno o dos días de escaqueo para llegar de noche, a ser posible, y alojarse en algún hostal que nos permita ver amanecer en el valle sumergidos en la blanca espuma de las flores del cerezo. Yo creo que ese es un amanecer pendiente para todos nosotros.
A ver si alguien lo consigue y me lo cuenta.
¡qué moto tan bonita!
ResponderEliminar¿de quién será?
Lo malo de compartir con el resto del mundo estas maravillas, es que si eramos pocos pario la abuela !!!!! Hay que ser un pelín más egoista y no dejar constancia al resto de la jauría humana de lo realmente maravilloso que nos ofrece la naturaleza. Para el caso que nos ocupa un poco tarde, El Valle del Jerte compite en estas fechas con la Gran Vía a la salida de los cines. Para lo próxima nos participas la maravilla, pero no des los datos, es la única manera de preservar los regalos de la madre tierra. Por cierto, algo de recochineo en el comentario de Bego ????
ResponderEliminarUn fuerte abrazo.
Si no fueras tan... me llevarías en tu moto a ver lo que me cuentan las fotos antes de que se marchiten las flores.
ResponderEliminarHay lugares que deberían estar prohibidos a quienes no saben apreciarlos en todos sus matices .
Después de leer tu descripción vacilo: no sé si un día lo vi o lo he soñado.
11 de Abril 2010. Belita